Suprema Corte: el doble rasero


John M. Ackerman / Apro

 

El pasado 29 de septiembre, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y un puñado de intelectuales lograron lo que un movimiento social de millones de mexicanos articulado alrededor de la causa indígena no pudo alcanzar en 2002. Hace seis años, con el afán de demostrar su “independencia” frente a las presiones políticas del momento, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) recurrió a argumentaciones exageradamente formalistas para rechazar las impugnaciones a las reformas constitucionales en materia indígena. Hoy, al tratarse del CCE, la Corte ha transformado radicalmente sus criterios de interpretación para dar entrada (parcialmente) a los amparos de los empresarios en contra de la reforma electoral. La justicia de nuevo se quita la venda y demuestra que no es tan ciega como creíamos.


En los dos casos, la materia en disputa fue si la Corte tenía facultades para revisar el proceso seguido para reformar la Constitución. En 2002, un control de este tipo hubiera sido particularmente importante dadas las irregularidades cometidas por los congresos estatales y el enérgico rechazo de los pueblos indígenas a las reformas.


Las modificaciones constitucionales implicaban una abierta traición a los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena.  Específicamente, la organización civil Servicio Internacional para la Paz (Sipaz) dijo entonces: “La reforma aprobada no reconoce a las comunidades y pueblos indígenas como sujetos de derecho público, limita el alcance de su autonomía al ámbito municipal, reduce el derecho a la participación y representación política de los pueblos indígenas, y tampoco reconoce el derecho de éstos a sus territorios y a los recursos naturales existentes en ellos. Por estas razones, tampoco es congruente con el Convenio 169 de la OITsobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, ratificado por México”.


Pero en lugar de tomar esa oportunidad para ampliar sus criterios de interpretación, la Suprema Corte, apabullada por la creciente movilización social, decidió atrincherarse y abdicó de su responsabilidad de ejercer control constitucional. El resultado fue un sensible agravamiento de la conflictividad y división sociales imperantes. El obispo Arturo Lona incluso llegó a declarar después del fallo que “ahora lo que se espera es violencia, porque a eso están incitando”.   


El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) seguiría una estrategia similar para la calificación de la elección presidencial de 2006, y con las mismas nefastas consecuencias. Afortunadamente, tanto los dirigentes indígenas como López Obrador supieron canalizar por vías pacíficas el repudio social a las instituciones realmente existentes. Pero en ambos casos los órganos jurisdiccionales atizaron el conflicto social con su actuación sesgada encubierta en una careta de “formalismo” constitucional.


Al exponer sus razonamientos en el caso indígena, la ministra ponente Olga Sánchez Cordero sostuvo que “se ha hecho un pronunciamiento estrictamente jurídico y constitucional de este asunto”. Posteriormente, en un artículo publicado en El Universal, la ministra se declaró ofendida por las críticas hacia la Suprema Corte a raíz de aquella decisión histórica. “¿Qué se esperaba de la Suprema Corte de Justicia? ¿Que apartándose del camino de la Constitución diera una respuesta inocua, pero sensible?”. Según la ministra, simplemente no existía otra opción,  ya que “nuestra Constitución carece de mecanismos constitucionales para controlar jurídicamente el procedimiento de reformas a la Constitución.”


Hoy, en cambio, en la resolución de los amparos del poderoso CCE, todos pudimos ver la actuación de una Olga Sánchez Cordero totalmente diferente: “Me pronuncio por que sí puede ser controlada [el proceso de reforma constitucional] y [por] que debe ser observado el debido proceso”.  En un desesperado intento por conciliar su posición actual con la que adoptara en el caso de 2002, la ministra argumentó que el caso indígena no tenía que ver con el poder de la Corte de revisar el proceso de reforma constitucional, sino únicamente con la cuestión de si los municipios podrían presentar controversias constitucionales. Sin embargo, tanto sus propias declaraciones como el contenido de la tesis de jurisprudencia aprobada en aquella sesión histórica de 2002 (“Procedimiento de reformas y adiciones a la Constitución. No es susceptible de control jurisdiccional”) desmienten su dicho y revelan el trasfondo político de su cambio de criterio.


Es de celebrarse la decisión de la Suprema Corte de por fin asumir la responsabilidad de ejercer un control de calidad sobre los procedimientos de reforma constitucional. Es deplorable, sin embargo, que la palabra indígena no fue escuchada y que tuvimos que esperar seis años hasta que la voz del dinero tuviera eco en la Corte. Nuestros jueces deberían ya darse cuenta de que hacen un flaco favor al país y a la justicia cuando se enfrentan tercamente a movimientos sociales genuinos y democráticos.

 

 

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