'Si se la llevan... se la echan'

 

En exclusiva, REFORMA reproduce fragmentos del nuevo libro de la periodista, en el que narra el momento de su detención en Cancún y su traslado al penal de Puebla. Una experiencia colmada de ilegalidades y vejaciones.

 

 

UN SECUESTRO LEGAL

 

Es viernes 16 de diciembre, llueve. Las calles de Cancún son espejos de agua y el clima está templado; son las 11:45 a.m. y es mi primer día de trabajo luego de regresar de un viaje a España y Sri Lanka. Salí de una cafetería en la que desayuné con colegas periodistas. Encendí la música y manejé tranquilamente hacia mis oficinas del CIAM. A raíz de las amenazas que había sufrido por parte de Succar Kuri, sus cómplices y otros agresores, desde 2003, tanto la Comisión Nacional de Derechos Humanos como la Cámara de Diputados solicitaron a la PGR medidas cautelares para mí. Fue la Subprocuraduría de Delincuencia Organizada de la PGR la que me asignó a tres agentes de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) como escolta para resguardar mi vida desde enero de 2005.


Corrían los últimos días de mi tratamiento de antibióticos.


Entré en la calle Doce; al estacionar la camioneta y apagar el motor, pasó a mi lado un auto compacto que siguió de largo y entonces bajé de mi vehículo. De pronto un auto color azul plata con placas de Puebla se detuvo cerrando la calle y de inmediato se bajaron tres sujetos morenos, uno de ellos con la playera blanca y una sobaquera que mostraba evidentemente una pistola. Otro llevaba en su mano un folder color rosa y caminaron deprisa hacia mí; miré a mi izquierda: atrás estaba una camioneta Liberty blanca, de la cual busqué las placas: también eran de Puebla.


En ese instante pensé que eran sicarios, aunque no sabía de quién; entonces miré a la esquina: un auto rojo bloqueaba la otra esquina de la calle y un hombre parado frente a las oficinas hacía señas a otro. Pensé que dispararían, por lo cual la sangre se me congeló.


El sujeto que llevaba el fólder gritaba mientras se me acercaba: "Lydia Cacho, tranquila, no intente nada, está usted detenida"; dos de ellos llegaron por el frente, pero el otro dio la vuelta a mi camioneta. Aterrada y sin pensarlo, apreté la alarma del auto en el llavero e intenté abrir la puerta del vehículo, pero el hombre que estaba ya a mi lado sacó el arma discretamente y me espetó: "No intente nada, no llame a su escolta o va a haber fuegos artificiales".

 

Saben que tengo escolta, pensé. "¿De qué me acusan?, ¿quién me acusa?" alcancé a repetir, intentando guardar la compostura pero la única respuesta fue "nos la llevamos a la cárcel de Puebla".

 

···

En un separo de la Procuraduría, el comandante Montaño me ordenó que me sentara. Todo parecía esquizofrénico; en la medida en que varios policías locales entraban en el pequeño cuarto con sillas y un viejo escritorio, Montaño cambiaba su tono de voz, era tan amable que me generaba aún más ansiedad. "Por favor, tengo derecho a ver a mi abogada... estoy enferma de bronquitis, tengo derecho a ver al médico legista", repetí varias veces, angustiada, pero, al menos yo creía, fingiendo ecuanimidad.


Sentada en una silla de vinilo negro, en el cuarto rodeada de agentes locales de Puebla, intento aclarar mis ideas. Muchos hablan y se intercambian documentos muy rápido. De pronto se me acerca un policía local que me reconoce, el hombre joven me busca los ojos y en silencio tira unos papeles al piso, a la derecha de mi silla, al levantarlos lentamente se me acerca y me dice al oído: "Lic., no deje que se la lleven en coche... se la van a echar... el procu no ha firmado, pida que le dejen verlo". Las palabras del policía, como una filosa espada, cortaron de tajo la paz de mi alma.

 

LA CARRETERA DEL HORROR

 

De pronto caigo en cuenta de que pasaré un viaje de más de 1,500 kilómetros con dos policías armados y otros tres en el auto trasero. Nunca me sentí tan sola, tan vulnerable, tan consciente de que soy mujer. Muchas veces había dicho a las mujeres en situación de violencia doméstica que elaborasen su plan de seguridad; esta vez me tocaba a mí: hacer una lista mental de las cosas que no debo decir, para evitar hacer enojar a mis captores, intentar que por donde pasemos alguien me vea y guardar la calma.


Han pasado un par de horas, mientras los agentes me explican que me metí en un lío gordo al escribir ese libro. Mezclan sus comentarios sobre lo poderoso e importante que es Kamel Nacif y lo tonta que fui yo al atreverme a difamarlo y lo guapa que estoy; pensaron qué buen regalito les daba el jefe cuando en Puebla les enseñaron mi fotografía en bikini. Sentí acidez que subía por mi esófago; caí en cuenta que el último alimento que había ingerido era un plato de frutas a las ocho de la mañana. Pero no tenía apetito, sino que sentía náuseas. Cuidadosamente, a ratos movía los brazos hacia delante para quitarme el entumecimiento de los brazos y manos. Intentaba mantener la mente ocupada observándolos, escuchando su tono de voz. Era esquizofrénico: lo mismo me hablaban con un tono amable y respetuoso que con insultos y explicaciones de cómo yo era su regalito y nos íbamos a divertir mucho en el viaje.


En un momento de silencio me atreví a pedir a Montaño que me dejara hacer una llamada telefónica. Para mi sorpresa, me dice:


"Claro que sí, nada más que paremos en una tienda porque se me acabó el crédito de la tarjeta". Respiro profundamente. Unos 20 minutos más tarde, el vehículo se detiene en un paradero. Les pido permiso para bajar al baño. Montaño me responde que sí y acto seguido comienzan a explicarme que no vaya a correr, porque así tuvieron que dispararle a un preso que levantaron en Veracruz y que se les fueron las balas. Se preguntan entre ellos si alguna vez se supo quién mató al preso que intentó huir cuando lo dejaron ir al baño. Comentan los pormenores del asesinato y cómo lo subieron al auto, orinado en sus pantalones por hacerse el listo. Me quedo en el auto, callada. Esa escena se repitió, con cambios de palabras, más de cuatro veces, cuando les pedí que me permitieran bajar al baño a lo largo de las 20 horas. Nunca consintieron, salvo horas más tarde cuando paramos a comer.

 

Son casi las siete de la tarde, cuando nos detenemos a comer en una pequeña lonchería a la vera de la carretera, pasando Mérida. Miro el nombre escrito en la pared: "Don Pepe", estamos al lado de una gasolinera. Nos bajamos, me ordenan que entre en silencio y que no hable con nadie. Camino tan rápido como las piernas entumidas y el dolor de vejiga me lo permiten y me dirijo hacia el baño.


Antes se unieron a nosotros los dos hombres de la Liberty, pero no veía a la mujer.

Pegado a mí, por primera vez, está el hombre alto de cabello blanco de la Liberty.

Al entrar en el pequeño baño, él se pega a mi espalda, rozando su vientre a mis nalgas. Intento quitarme, pero él me toca el cuello y me dice bajito al oído, pegándose a mi cuerpo:

 

"Tan buena y tan pendeja. ¿Pa' qué te metes con el jefe? ¿Quieres?", pregunta, apretándose más a mis nalgas para que sienta que está excitado. Pone su mano en mi seno izquierdo y me aprieta hacia sí; siento en el omóplato su arma, me lastima y se lo digo. ¿Te gusta la pistola, periodista?", pregunta pegando su boca a mi mejilla. Siento su aliento ácido en mi nariz; las ganas de vomitar se apoderan de mí. "Por favor, déjeme entrar", le digo, mirándolo con una mezcla de rabia y miedo. "¿Qué me das?", pregunta, apretando más sus genitales a mí. El llanto me inunda los ojos y, sin medir mis palabras, le digo: "Primero muerta -levanto la voz para que me puedan oír en el restaurante-; ¿me va a dejar ir al baño?" Me avienta al baño, entro a una endeble portezuela de acrílico blanco, paso el débil cerrojo, frente a mí veo su silueta y escucho su voz apresurándome. Al salir camino rápido hacia el lavamanos y en ese instante entra la mujer rubia, pero el policía se interpone entre nosotras y me dice al oído: "Rapidito, periodista".

···

Salimos, me suben al auto y ellos se quedan hablando entre sí; enseguida cargan gasolina. Ya en la carretera me preguntan que qué hacía en el baño con el "jefe" (comprendo que hablan del hombre canoso). Respondo que nada, pero ellos comienzan una perorata de insinuaciones sexuales; ahora es Montaño el que conduce y Pérez fuma sin parar. La tos se ha recrudecido. No sé cuánto tiempo pueda aguantar sin regurgitar a causa de los espasmos.


Montaño detiene el auto y dice: "Veamos, a ver si es cierto que le caemos bien". Pérez se baja del auto y sube ami lado, mientras Montaño arranca otra vez. El sujeto, robusto, barrigón y con aliento a cebolla se pega a mí. Me muevo y se acerca otra vez. Una vez pegado, me ordena que ponga las manos atrás. Obedezco. Saca su arma de la sobaquera y me dice: "¿Te gusta meterte con hombres verdad?". No respondo, sino que apenas respiro. Toma su arma, una escuadra, y me la pone en los labios. "Abre la boquita", insiste, apretando la pistola y lastimándome los labios. Comienzo a hablar, intento decir que mi gente ya sabe que ellos me llevan, pero no puedo, siento el frío metálico del arma en mi lengua y un sabor salado, tengo náuseas. Haciendo movimientos semicirculares mete más el arma. "Si toses se dispara" me dice. Yo cierro los ojos, pero él me ordena que los abra. "¿No que muy machita para andar de bocona? Eres una criminal, el jefe va a acabar contigo", sigue hablando y mirando de reojo a Montaño, quien nos observa por el retrovisor. Montaño, con voz apacible, me pide que obedezca a su pareja, porque es muy acelerado y él no puede hacer nada para detenerlo.


Saca la pistola y me dice que ya la mojé con mi baba, que la limpie. La pone en mi boca. Me quedo inmóvil, baja el arma y la pone en semicírculos por mis senos. El cuerpo se me tensa y me pregunta si ya no me siento tan machita. Me quedo en silencio. Con una mano jala mi pierna derecha y la abre. Rápidamente baja el arma y la pone entre mis piernas.


Yo vestía jeans y una blusa de poliéster roja. En movimientos rápidos saca el arma de mi entrepierna y la mete en mis senos, empujándola hasta lastimarme, con la boca de la pistola atrapa el pezón y jala la blusa. Con la mano en mis genitales me lastima, apretando mi hueso púbico. "Ya ves, esto te pasa por andar inventado que el jefe se mete con niñitas y esas cosas. Para que veas lo que se siente." Sigue hablando sin parar; yo siento el arma que lastima mi seno, siento que en cualquier momento mi blusa se romperá y quedaré descubierta; me angustio, intento respirar profundo y toso; instintivamente saco la mano de mi espalda para cubrirme la boca al toser. Entonces el agente se asusta y reacciona insultándome, creyendo que moví la mano para quitar el arma.

 

Le digo que no e intento tranquilizarlo. Baja el arma otra vez y aprieta con fuerza mi abdomen bajo, pero le pido que no lo haga, pues necesito ir al baño. Se burlan los dos: "¿De verdad?, pues como quiera: o se avienta o se aguanta". Sigue oprimiendo con la pistola. Se dirige a Montaño y le dice: "No voltees, pareja, chécate el camino". Comienza a bajar el cierra de mi pantalón. Siento una incontrolable humedad en los pantalones. Retira la mano de pronto y comienza a gritarme que soy una cerda, cochina, que si no me enseñaron que hay que ir a mear a un baño y no en un coche. Le ofrezco disculpas y me descubro, explicándole que me estaba apretando y es su culpa. Entonces le pide a Montaño que se detenga; éste lo hace y aquél se pasa al asiento delantero.

PUEBLA DE KAMEL

 

Llegamos a la cárcel y Montaño -como si fuésemos viejos compañeros de viaje- me dice que allí terminó su trabajo y me entrega con un guardia.


Mientras me pongo el saco, la mujer me pregunta si soy la de la televisión, la que escribió el libro acerca de Kamel Nacif. La miro azorada y le digo que sí. "Nacif tiene gente aquí adentro" dice en un tono de complicidad. De pronto escupe una frase: "No deje que la lleven a alta seguridad". En ese momento llega otra celadora, robusta y de cabello corto y rizado, con un rostro amable que me mira casi con dulzura. Le pregunto su nombre. Griselda me lleva de un brazo mientras la otra va a mi izquierda. En voz baja, como movida por una solidaridad inevitable, me dice: "Todo está arreglado para que la golpeen y la violen". Apenas puedo preguntar: "Pero ¿cómo?, ¿quién!?". "Unas presas, con palos de escoba." Rogué en voz baja, como quien reza ante lo inevitable: "Por favor, por favor, no dejen que me lastimen", repetí en un vilo.

EPÍLOGO

Sentado en su escritorio el Ministro Juan Silva me recibió afectuoso y educado, como hace con toda la gente. En un tono amable y profesional hizo un recuento del estado de las cosas, y me explicó que el Gobernador Mario Marín tendría acceso al expediente completo para que su defensa argumentara. ¿Qué no se trata de una investigación en la cual todas y todos tenemos que dar nuestras pruebas, nuestros testimonios, y la Suprema Corte valorar los hechos concretos y los indicios? Silva me explicó que, dados los resultados, el pleno de la Corte había decidido que se le diera una segunda oportunidad al Gobernador. ¿Y si el resultado hubiese sido al revés, a mí, la ciudadana sin poder político, me habrían dado una segunda oportunidad? El Ministro guardó silencio antes de explicarme que pasarán algunos meses para que la Suprema Corte vote en el pleno. Una sensación conocida subió por mi espina dorsal. La imagen del viaje en la carretera con los judiciales relampagueó en mi mente: los momentos en los que me sentí agradecida con mis captores porque no cumplían sus amenazas de ultimar mi vida, la incesante corriente eléctrica de adrenalina cuando alimentaban mi esperanza al permitirme hablar por teléfono y, acto seguido, arrebatármelo mientras la voz de mis familiares preguntaba:"¿Quién es... bueno... bueno?".

Conózcala

 

Nombre: Lydia Cacho Ribeiro.

Edad: Nacida en la Ciudad de México el 12 de abril de 1963.

Experiencia: Periodista y escritora mexicana, es también activista por los derechos humanos y especialmente los de la mujer.

Es autora del libro Los Demonios del Edén en la cual denuncia a la mafia de la pederastia en México, implicando a varios personajes públicos, como Kamel Nacif y Jean Succar Kuri (líder de organización de pederastas).

 

 


 
 
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