Narco y corrupción, hermandad que no se extingue


Desde la cúspide del poder, Felipe Calderón la acusó, la juzgó y la sentenció: era el enlace de los cárteles mexicanos con los grandes capos colombianos. Apenas detenida, sin juicio alguno de por medio, el Presidente de la República llegó a decir que era una de las delincuentes más peligrosas de América Latina. Sandra Ávila Beltrán fue condenada de antemano por obra y gracia del autoritarismo presidencial. Recluida desde hace un año en la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, en el Distrito Federal, la llamada Reina del Pacífico –apodo que, según ella, le impuso la PGR– aceptó una prolongada serie de entrevistas con Julio Scherer García –dos visitas a la semana durante varios meses, horas y horas y horas de grabación– donde a golpe de preguntas detalla su vida personal, inmersa en la sociedad del narco, sus relaciones con hombres célebres de ese mundo y donde afirma, porque lo puede afirmar con las vivencias y testimonios a flor de memoria y de epidermis: los capos y las autoridades corruptas entrecruzan sus vidas y a través de su perversa hermandad explican por qué el narcotráfico es fuego que no se extingue. De La Reina del Pacífico.- Es la hora de contar, el nuevo libro del fundador de Proceso, que la editorial Random House Mondadori pone en circulación en estos días, extraemos los fragmentos que se reproducen en estas páginas.


Julio Scherer García/ Proceso

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Sandra Ávila Beltrán ha vivido como ha querido y ha padeci­do como nunca hubiera imaginado. En los extremos se han tocado la riqueza y la muerte. Ahora habita en la cárcel, soez el concreto negruzco de los muros que cancelan el exterior; soez el lenguaje; soez su estridencia; soez la locura que ron­da; soez el futuro como una interrogación dramática.


En la sala de juntas del reclusorio femenil de Santa Mar­tha Acatitla, la Reina del Pacífico iría dando cuenta de su vida. A lo largo de sus 44 años ha escuchado ráfagas de metralleta que no logra acallar en los oídos; ha escapado de la muerte porque no le tocaba morir; ha galopado en caballos purasangre y ha llevado de las riendas ejemplares de estampa imperial que siguen La Marcha de Zacatecas; ha jugado con pulseras y collares de oro macizo, se ha fascinado con el esplendor de los brillantes y el diseño surrealista de piedras inigualables; de niña, entrenada al tiro al blanco en las ferias, ya mayor ha manejado armas cortas y armas largas; ha disfrutado de las carreras parejeras, las apuestas concertadas al puro grito sin que importe ganar o perder; ha participado en los arrancones de automóviles al riesgo que fuera y ha bailado los días completos con pareja o sin pareja. Absolutamente femenina, dice que le habría gusta­do ser hombre.


Por escrito, yo había solicitado del licenciado Anto­nio Hazael Ruiz, director de los reclusorios de la ciudad de México, autorización para reunirme con la señora. La había observado durante su presentación en la tele el día de su captura y había escuchado a un locutor que aludía a su sonrisa, sonrisa cínica, según dijo. Periodismo gratui­to, pensé.


Más tarde, El Universal había anunciado en su prime­ra plana una entrevista espectacular, a cuatro columnas la fotografía de Sandra Ávila. El diario desplegaba la exclusi­va con alarde, momento en que di por perdido el proyecto que ya me encendía.


Sin embargo, el periódico engañaba a los lectores. Resul­taba evidente que la entrevista no había tenido lugar y el tex­to, dividido en tres partes sucesivas, con titulares en primera plana, se ocupaba del personaje a distancia, de oídas. No retuve algún dato interesante, una descripción viva, algún diálogo que valiera la pena.

 

* * *


En la sala de juntas del reclusorio, aguardaba junto con la directora y algunas otras personas la presencia de la mujer tan famosa, de antemano convencido de su espectaculari­dad. Mientras hablábamos sin conversar y bebíamos café para distraernos, la directora fue informada:


—Me dicen que se está acicalando, que no tarda.


Vestida con el obsesivo color de las internas en proce­so, café claro, se adentró en el salón, pausada, los pasos cor­tos. Tomó la iniciativa y nos saludó de mano, uno a uno. La miré a los ojos oscuros, brillantes, suave la avellana de su rostro. Me miró a la vez, directa, sus ojos en los míos. Con el tiempo llegamos a bromear:


—El que pestañee, pierde.


El cabello, carbón por el artificio de la tintura, descendía libremente hasta media espalda y los labios subrayaban su diferencia natural: delgado el superior, sensual el de abajo. Observada de perfil, la cara se mantenía fiel a sí misma. De frente y a costa de la armonía del conjunto, un cirujano plás­tico había operado la nariz y errado levemente en la punta, hacia arriba.


De estatura media, apenas morena, sus grandes pechos sugerían un cuerpo impetuoso. Desde su cintura, las líneas de Sandra Ávila correspondían a la imagen de una mujer en plenitud. La señora calzaba sandalias, de rojo absoluto las uñas de los pies.


Fue incierta la primera entrevista. El tema que nos reunía era el narcotráfico, pero la palabra no llegaba a la sala de juntas. Yo no quería precipitarme y mencionar antes de tiempo la soga en casa del ahorcado, pero temía un silencio embarazoso que enfriara un ambiente que deseaba calentar. Hablé de los crímenes cruentos y los incruentos, los asesi­nos sañudos, la sangre eternamente limpia de las personas queridas. Hablé también de la impunidad, las insólitas for­tunas personales y la corrupción de empresas descomunales que privan a la sociedad de escuelas, hospitales, caminos, seguridad.


Sandra Ávila, su figura dominante más allá de las pala­bras, dijo:


—En México hay mucha violencia y no creo que el gobierno pueda acabar con ella. La violencia está en el pro­pio gobierno.
La opresión de la cárcel, sin escapatoria el tema circular que impone, me llevó a preguntar a Sandra Ávila si había leído Cárceles, un libro que escribí en 1988. El tema venía a cuento.
—No. De usted apenas me estoy enterando.



El peral sabe de las peras que maduran en sus ramas y San­dra Ávila sabe de los perales del narcotráfico. Pertenece a ese mundo y participa del mundo de los judiciales, los mili­tares, los políticos. Unos y otros, los hombres del orden y los de la delincuencia, viven vidas que se cruzan y han ter­minado por formar una única vida desgarrada. Se saludan, conversan, concurren a las mismas reuniones, se agreden entre sí y terminan matándose, espectáculo a la vista de todos, como en el cine.


El encono se da entre fuerzas que no ceden. Los que gobiernan desde el poder cuentan con las cárceles de máxi­ma seguridad, la amenaza permanente de la extradición, la institución del Ministerio Público, el monopolio de la repre­sión. Los narcotraficantes poseen el dinero. Más, siempre más, hace posible que de un día para otro dejen el anonima­to, la vida gris rata sin señoras que todos miren. Los bienes de la tierra son para su ego y también para regalos gran­des, mansiones, carros y más carros, joyas y más joyas. Ahí está Osiel Cárdenas Guillén, ejemplo sobresaliente. El 10 de mayo enviaba a Matamoros, su ciudad natal, montañas de obsequios para las madres: refrigeradores, televisores, estufas, planchas, vestidos, abrigos y hasta Mercedes y BMW para las ganadoras de rifas excitantes, como los duelos del amor pro­pio. En Navidad, las toneladas de juguetes eran para los niños.


Osiel hizo su fortuna en pocos años. Nació pobre el 18 de mayo de 1967 y ya muchacho se desempeñó como ayu­dante de mecánico, mesero y empleado de una maquilado­ra. A los 30 años fue el hombre más buscado por la Agencia Antinarcóticos (DEA, por sus siglas en inglés) y cuatro años después viajó encadenado a Estados Unidos sin un dólar y con fama de hombre sanguinario. Dice Sandra Ávila que fue un líder y lo sigue siendo, el único que, aun preso, conserva el poder intacto entre los suyos.


Rafael Caro Quintero es otro ejemplo de riqueza y popularidad, promiscuo para el amor, dotado como un semental. Cerca de la gente, lo mismo en los bailes que en el cementerio, romántico, enamorado, se quitaba lo que lle­vaba puesto para dárselo a quien se lo pidiera.


Cuenta la Reina del Pacífico:
—Yo lo admiraba por ayudar a su gente, era noble y espléndido con los suyos. Líder también, protector de su familia.

Dice Sandra Ávila que si voltea a un lado ve el narco, si vol­tea hacia el otro observa a las autoridades y si mira al frente los ve juntos. En ese ambiente nació rica, muy rica. Con el tiempo, la violencia se ha ido enseñoreando de su vida.


Los ojos de Sandra Ávila se encierran a veces en una tris­teza fúnebre o en un hastío profundo, estados de ánimo que coinciden y se hacen uno en la desesperanza. Así me pare­ce. Pero más allá de la depresión, al final sus ojos son como son: oscuros, simplemente negros.


Le pido que me platique de su infancia, de su familia. Su padre murió a fines del siglo pasado, hombre bueno. Su madre, María Luisa Beltrán, no mantiene relaciones con los narcotraficantes, a pesar de lo que se dice. Los conoce, pero no están vinculados a sus vidas. Su abuela, la Chata, tampo­co. Así fue en Tijuana, así ha sido en Culiacán y así en Gua­dalajara, centros de la vida de Sandra Ávila. Cuando Felipe Calderón lanzó al Ejército contra los narcos, a su juicio sin medir las consecuencias de una decisión tan grave en esas ciudades que son parte de su existencia, la violencia impri­mió tonos aún más sombríos al paisaje cotidiano de vastas regiones de la República.


No ve desenlace en la lucha sin cuartel que ahora se libra. Los muertos se suceden a los muertos, los secuestros a los secuestros y así seguirá siendo. Si cae un oficial, de inmediato es sustituido y si muere o es preso un capo, al rato aparece el suce­sor. El Ejército no podría desaparecer, y la plaza narca, tampo­co. Creció tanto y tanto sigue creciendo que su poder rebasa el mito. Es tangible como un bosque y de ahí su fascinación.


Platica de su hijo, de 21 años, hostigado por su ori­gen. Ella ha intentado ponerlo a salvo de peligros ciertos e inciertos, largos los insomnios, invisibles las sombras visi­bles, pero ha sido inútil. A los 14 años fue secuestrado y un tiempo largo estuvo en Canadá, otro en Argentina. Regresó a su patria. Ahora, los abogados han recomendado que no viaje a la ciudad de México para encontrarse con su madre. Sería riesgoso para el muchacho, en la mira del gobierno. Lo mismo ha ocurrido con otras personas allegadas a la reclusa, su madre por sobre todas. Que no venga, dicen los asesores. Sandra Ávila se reúne con amigas y amigos, primos, pero no con los de mero adentro, los de su corazón. La directo­ra del penal me dice que apenas tiene visitas.


En un diálogo prolongado, los silencios conversan. A veces, pesa romperlos.


Dice Sandra Ávila, casi íntima:


—Mis captores pueden tener de mí la opinión que les venga en gana, pero no pueden condenarme por mis rela­ciones personales, narcos o no narcos, trátese de quien se tratara. La persecución contra mis parientes me resulta infa­me: el poder desde la sombra es impune y vengativo.


Luego, en lucha por mostrarse dueña de sí:


—Me he emborrachado con la vida y he padecido cru­das de las que me he levantado. Ahora tropiezo con los muros de mi celda entre la depresión y el ánimo, medio muerta y medio viva, caída y vuelta a levantar. Estoy aquí sin delito y esto ya va para 10 meses.


A punto de rodarle las lágrimas, un clínex las contiene en la cuenca de los ojos:


—No llore, señora.


—En la cárcel, lloramos todos.


* * *


Desde su nacimiento en 1963, la muerte ronda a Sandra Ávi­la, los círculos cada vez más estrechos. Ella mira la muerte como si la tuviera enfrente. Ha ido sabiendo que la trage­dia es condición de la droga, poder que va rebasando otros poderes. A lo largo del tiempo, ese poder se ha constituido como una sociedad que da forma a códigos con lenguaje propio y a una cultura bárbara. En esas sociedades el gobier­no es marginal, poco cuenta, o ya ni eso. Crece el número de las autoridades subordinadas al narco.


—He sabido de municipios de Michoacán, por ejemplo.


—Los narcos ya imponen autoridades a la luz del día, impo­nen a los presidentes municipales, los jefes de seguridad,  los que les importan. Me he ido acostumbrando a esta realidad.


Agrega, la voz neutra, extrañamente impersonal, ausente el diálogo, el mundo adentro de su mundo:


—Me fui quedando sola, en un mundo lleno de adver­sidades. Ahora en la cárcel, ya no es la soledad la que punza sino el aislamiento, mil soledades juntas.


* * *


No niega la señora su relación con el mundo del narco. Ahí nació, ahí creció, ahí conoció la amistad, el amor, ahí se hizo conocida. Reina del Pacífico se le impuso como un seudó­nimo que rechaza. Ésa es su realidad, pero hay otra, su rela­ción con la sociedad en su conjunto.


Dice:


—Ese mundo [el del narco] me ha traído rabia impo­tente, sufrimiento.


—¿Qué tiene contra su sobrenombre?


—Fui capturada y los medios me exhibieron con todo su poder. Narcotraficante, peligrosa, es lo menos que han dicho de mí en su gritería. A su vez, el gobierno me ha utilizado para hacerse propaganda, necesitado como está de mostrar cartas de triunfo ante un pueblo que le retira su confianza.

 

—¿Alguna vez alteró usted su rostro? ¿Se pintó el cabe­llo, por ejemplo?


—No cambié mi cara y una sola vez me pinté el cabe­llo entre amarillo y rojizo. De tan negro que era, bajo el sol brillaba un azul intenso y aun morado. En un libro que usted me regaló (Carta a mi madre, de Juan Gelman) se habla del cabello negriazul. Así era el mío. Me gusta largo, me lo acaricio y uso tintura para vencer las canas. El cabe­llo me lo pinté como mínima medida de seguridad en un viaje por carretera de la ciudad de México a Culiacán que realicé acompañada de una prima para pasar las fiestas navi­deñas con mi familia. Huía de la justicia, consignada por la procuraduría. Ya había dejado los aviones, tan peligrosos en mis circunstancias. Huyendo he pasado cinco años, de 2002 a 2007.


—En tan largo tiempo, ¿se apartó de la vida del narco?


—No puedo negar que a ese mundo pertenezco. Ahí nací, ahí crecí pero también me desarrollé entre personas ajenas al crimen, a la lucha brutal por el poder. La sociedad como tal es compleja y muy amplia.


—¿No lo ha rechazado, así sea un instante, ráfaga de pensamiento que se va?


—No podría hacerlo. El narcotráfico existe y la droga está en todos lados, en el ambiente, en el aire. Son enormes los ríos de dinero que corren por su cuenta y sin ese dine­ro se extinguirían muchos lugares y padecerían aún más ciudades como Tijuana, Culiacán, Guadalajara. El narco se extiende y su dinero hace posible que pueblos y familias enteras del campo dejen el hambre. Habrá que aceptarlo. La realidad es como es. El narco crea fuentes de trabajo y son miles los que han salido de la desesperación que causa el desempleo por lo que la droga deja.


—¿Qué piensa de la droga?


—Mata el cuerpo, mata el alma. Destruye.


—¿La ha probado?


—No. La gente se vuelve irracional con la droga. Yo le he preguntado a un médico de toda mi confianza acerca de los efectos que causa. Me dijo que la droga destruye las neuronas, mata la inteligencia. La droga fabrica zombis.


—Usted está contra el narco y se reconoce en su mun­do. ¿Cómo es eso, señora?


—Estoy contra la muerte que provoca, contra los que se matan y mueren por el negocio. En cuanto al consumo, cada cual es libre para consumir la droga o rechazarla. Se es adicto por voluntad propia. Yo la temo y la evito.


—¿Y los niños inducidos a la droga?

 

Sus padres y el gobierno deben cuidarlos. Es su obli­gación.
—¿Compararía la droga con el esmog, la nube oscura que crece y crece?
—El esmog es otra cosa, no tortura, ni mata a traición. Pero ahí está siempre, eso sí, como la droga.
—¿Es usted partidaria de la legalización de la droga?
—Lo dije con mis palabras, con mis palabras ya le dije lo que pienso. Pero le repito: estoy contra la muerte.
* * *
Con una voz que raspa, dice:
—El día de mi captura, Felipe Calderón se lanzó en mi contra. Olvidó que es presidente y me acusó sin pruebas. Dijo que soy enlace con los cárteles de Colombia. Se creyó la ley. El poder no es para eso.
“En mi caso, sus palabras las sentí como una avalan­cha que se me venía encima. Llegó a decir que soy una de las delincuentes más peligrosas de América Latina y en su ignorancia me llamó la Reina del Pacífico o del Sur, así, literalmente, una u otra. Cualquiera sabe que la Reina del Sur es un personaje de ficción del escritor Pérez-Reverte y yo de ficción nada tengo, que de carne y hueso soy. En términos parecidos, Felipe Calderón se lanzó contra Juan Diego Espinosa.


¿Qué derecho le asistía para abusar del poder como lo hizo? Además, poco sabe de esos asuntos. ¿Tiene idea de que a los capos los resguardan decenas, centenares de guar­daespaldas y que en mi caso no hubo quien me protegiera, un solo hombre, una sola escolta, siendo, como dijo, una de las figuras más importantes del narcotráfico en Améri­ca Latina? ¿Tuvo en cuenta que, peligrosísima como soy, fui aprehendida en el Vips de San Jerónimo, sin un solo jaloneo? Calderón me citó con mi nombre y mi nombre lo infama. Yo siempre podré decir: me marcó. Y él no podrá negarlo. Con él, el abuso del poder se da con todas las ven­tajas. Un presidente, nada menos, que condena desde sus alturas inaccesibles.”
—Usted es leyenda y, le guste o no le guste, se le cono­ce como la Reina del Pacífico. ¿De dónde parte la historia, un capítulo de su vida?


—Yo era conocida por mi manera de ser, sociable y amiguera. También por mis parejas. Alternaba con los hombres y me consentían. El día de mi consignación por la Procuraduría de la República todo cambió. Mi casa de Guadalajara fue allanada. También la de mi mamá. Se me involucró con un barco, denunciado por la DEA, que trans­portaba droga; y el escritor Arturo Pérez-Reverte tuvo éxito internacional con La Reina del Sur. La heroína de su libro, Teresa Montoya, es de Culiacán, y yo había vivido en Culiacán, y soy de Tijuana, pero también soy de Culiacán. Mi asunto, la captura escandalosa y simple en un Vips, lle­gó a la procuraduría y se habló de mí. Me cuenta Ricardo Sodi, mi abogado, que precisamente en la Procu se habló del seudónimo. “En 2004 se escuchaba un corrido a la Reina del Pacífi­co. El corrido se llama ‘Fiesta en la Sierra’. Los Tucanes de Tijuana no estuvieron ahí, pero alguien tuvo que contarles, narrarles exactamente cómo fue la fiesta, porque en verdad la letra estuvo muy apegada a lo que ocurrió. Más tarde, para halagarme, algunos amigos me regalaron ese corrido en bonita letra escrita.”


—¿Por qué no lo canta? Cántelo, señora.


Su silencio es para ella.


El corrido completo, cantado por Los Tucanes, subraya la convivencia entre narcotraficantes y federales:


Llegaron los invitados a la fiesta de la sierra en helicópteros privados y avionetas particulares. Era fiesta de alto rango… no podían llegar por tierra. Era fiesta de alto rango… no podía llegar cualquiera. Además era por aire, no podían lle­gar por tierra. Los jefes de la plaza ahí estaban reunidos.


Los jefes de cada plaza ahí estaban reunidos, no podían fallar al brother, era muy grande el motivo. Festejaba su cum­pleaños, en su ranchito escondido había gente poderosa del gobierno y fugitivos.


Todo el mundo con pistolas y con su cuerno de chivo, varios francotiradores en el rancho repartidos, protección al festejado, el pesado de la tribu, no hace daño usar sombrero aunque sombra den los pinos.


La fiesta estaba en su punto y la banda retumbaba, ya no esperaban a nadie, todos en la fiesta estaban cuando se Escuchó el zumbido y un boludo aterrizaba, el señor les dio la orden de que nadie disparara.


Se baja una bella dama con cuerno y con calvo plagia­da, de inmediato el festejado supo de quién se trataba, era la famosa Reina del Pacífico y sus playas, pieza grande del negocio, una dama muy pesada.


De la fiesta, cuenta Sandra Ávila:


—El rancho estaba muy en alto y era muy grande. Había una explanada arreglada para el festejo, el cerro cortado, ras­pado. No se podía llegar por tierra, ni camino había. Todos llegamos en helicópteros particulares o avionetas de prime­ra. Los aviones, blancos, alineados, se parecían a los estacio­namientos de automóviles. A lo lejos, una mancha blanca formaba parte del paisaje. De la explanada, por carro se lle­gaba al rancho. Iban por nosotros.


—¿Había mucha gente?
—Muchísima.
Sigue:


—A través de un pasillo llegamos a una palapa don­de se encontraba mi compadre, Alberto Beltrán, el de la fiesta. Era su cumpleaños. Sin parentela de por medio nos queremos. Luego nos pasaron a un área apartada, lejos de la gente, lejos de la música. Era una palapa donde estaba el hijo del comandante y el Chapo. Había unos pocos más, muy pocos.
—¿Qué comandante?


—Un comandante.  
Continúa la señora:
—Yo me quedé platicando con mi amigo, el festejado. Pero insistieron algunos en que me sentara en la mesa del Chapo. Me quedé un ratito. Luego llegó el hijo de mi com­padre y me retiré.


“En el expediente se me relaciona con el Chapo. Lo conocí pero no fuimos amigos ni nada que se le parezca. Yo sólo lo miré en esa ocasión y cambié unas cuantas palabras con él. Es un personaje y no olvido el encuentro, pero fue sólo eso, un encuentro.”


—¿Qué impresión le produjo el Chapo?
—Serio, observador, casi no habla. Tiene un rostro sere­no, es sencillo y amable. Me contaron que me había imagi­nado bien plantada y con joyas. Tuve muchas, que ya me las confiscaron. Cuando me ponía algunas, eran tres o cuatro.
—¿Había gente del gobierno en el baile, la música, las conversaciones? —pregunto.


—Sí y no lo digo sólo yo, lo dice el corrido con todas sus letras: “… había gente del gobierno y fugitivos”. A todo esto, el director de Los Tucanes es el compadre de Quinte­ro, un amigo. Otra prima, tengo muchas, un día le preguntó a Quintero de dónde habían sacado el corrido y él dice que una persona que estuvo en la fiesta contó todo, y muy bien. Y eso que los federales estaban aparte, ahí en la pala­pa, pero lejos de la gente, lejos de la música.


“A las 5 nos regresamos. Habíamos llegado a las 3. Temíamos que nos agarrara la noche.”


* * *


—Usted tiene amigos y familiares entre los capos, persona­jes de inmenso poder, como Ismael, el Mayo Zambada.
—No lo niego ni me avergüenzo.
—¿Puede escapar a su influencia?


—Me hacen narcotraficante, entre otras supuestas prue­bas, por mi relación con el Mayo Zambada, pero mi único encuentro con Zambada fue ocasional y ocurrió el día en que mi esposo y yo bautizamos a nuestro hijo.


“Mi esposo, José Luis Fuentes, después metido en las rondas de capos con militares, de militares con capos, de capos con judiciales y militares, invitó a Zambada a la cele­bración. Zambada fue a la fiesta hogareña y lo recibimos con mucho gusto. Pero eso fue cuando tenía veintitantos años y vivía como cualquiera. No era rico, no era capo, no figuraba en las noticias. El bautizo es una ceremonia y nos tomamos fotos. Yo aparezco con Zambada, a quien nunca volví a ver. Zambada y mi esposo tuvieron relación, pero fue entre ellos. Yo no vivía en el vientre de mi esposo. Era su mujer.”


—¿Qué opinión le merece Zambada?


—Ni buena ni mala. Apenas lo conocí. Por ello no pue­do emitir opinión alguna acerca de él.


—¿No se reserva algún juicio moral sobre los narcotra­ficantes?


—Son personas como cualquiera, no lo peor, como dice la prensa. Algunos ayudan en sus pueblos, son bondadosos y humildes y se preocupan por los pobres. Yo querría que no se mataran entre sí, que no se mataran con los soldados, que no arrastraran a la desgracia a tantos hombres, mujeres y niños. Pero no han llegado hasta donde han llegado por­que sí. Han llegado por la fuerza de la droga en su mercado enorme, por la corrupción de los gobiernos priístas y panis­tas, por la miseria de millones de mexicanos. Muchos tra­bajan para el narco. Muertos de hambre, sin empleo, solos con su hambre, ¿qué van a hacer sino acudir a donde hay trabajo y dinero?


****


—En la sociedad narca la riqueza como que brota —continúa Sandra Ávila—, un día eres pobre y al siguiente millonario. Pero cómo se hace el dinero sólo lo saben los que lo hacen. Tú no los escuchas a propósito ni averiguas qué tan serias podrían ser las relaciones entre ellos. Pero sí adviertes que de pronto lucen brillantes y piedras preciosas, mujeres de alto vuelo, que compran residencias que habitan y abandonan casi el mismo día, que se hacen dueños de edificios u hospitales, como en Guadalajara, o un hotel, como en Mazatlán, lleno de flores. Yo no sé cómo se arreglan con las autoridades, pero se arreglan. Un día cambian de estilo y se vuelven echadores. Te enteras de reuniones discretas, cerca del misterio, pero no más. Vas sabiendo sin saber que vas sabiendo. Y un día sabes. ¿Cómo es eso? No sé. Pero sé que es así.


—Dice usted que no sabe con detalle y a profundidad de qué manera operan los narcos. ¿No tuvo alguna vez la tentación de saber?


—Cuando sabes de más te arriesgas a que te maten, por eso, porque sabes de más. También te arriesgas si te quieres meter a saber. Te puedes dar cuenta de muchas cosas, pero no debes ni comentarlas, ni decirlas, ni preguntar.


—El que está adentro, está adentro —digo y aludo a la expresión sentenciosa: el que entra no sale y si sale, ya sabe.


—El que está adentro está adentro. Yo no le temo a la vida que he vivido y por eso la hago pública. La cuento y la puedo contar. Nunca he estado adentro.


“El gobierno me relaciona con los capos, como si yo fuera uno de ellos. Pero yo los conocí cuando eran personas comunes y corrientes, las de todos los días. Pertenecíamos a una misma sociedad y no podíamos dejar de tratarnos y saber unos de los otros. Al gobierno le bastó con indicios e informaciones imprecisas para armar su rompecabezas y señalarme como un enlace entre los cárteles, mujer peligro­sísima, además. Mi captura tuvo lugar cuando yo estaba ago­tada por años de persecución. Supe que vendría la cárcel, la pérdida del control de mi propia vida y quién sabe cuántas cosas más, pero finalmente sentí que descansaba.”


Habla de recuerdos y estados de ánimo:


—La vida son los amores, la conversación, los senti­mientos, los trastornos, los malos días, los buenos. Parte de mi vida ha transcurrido en una sociedad narca. Yo no la inventé. Este gobierno y los anteriores, tampoco, pero su corrupción ha dado fuego al fuego de la droga.

 


* * *


Escuchando a la señora me he ido haciendo una idea acerca de la sociedad narca: es expansiva y su dinero está por todos lados. Adentro son las intrigas, los chismes, las perversas acusaciones infantiles, los amores, los desamores, las pasio­nes que surgen porque sí y se apagan porque sí. También están ahí las lealtades a costa de la vida y los compromisos juramentados que duran poco o son para siempre. Junto a todo esto, las grandes fiestas, los grandes carros, las mansiones sólo unos días ocupadas, o ni eso, las señoras, siempre las señoras y la adrenalina, el riesgo que da luz fantasmagó­rica al presente. Y si la vida es como es, corta, no importa gran cosa el porvenir y no hay para qué hacerse de planes. En el narco importa el día a día. En cuanto a los capos, se miden por el tiempo que operan. Ellos son distintos. Tienen que vivir prendidos a la hora que viven. Y si van haciendo tiempo, se van volviendo poderosos.


—La sociedad narca es dura, cruel y en su propio espa­cio es una sociedad en sí misma. No hay código que valga en la disputa por el poder. Tampoco hay leyes que resuelvan las disputas y no se ve autoridad que pudiera imponerse al caos que va y viene, siempre presente y haciéndose sentir.


Refiere Sandra Ávila:


—Usted me contó que un sacerdote tabasqueño le dijo que las personas que informan acerca de la pobreza son turistas de esa realidad oscura, que la pobreza sólo la conocen los que la viven. Así con el narco. Muchos hablan de su origen, su significado, la profundidad de la tragedia, los muertos uno a uno o en racimo. Pero a la sociedad nar­ca la conocemos los que estamos ahí. Yo no soy turista en el mundo del narco, mujer marginal de su intensa complejidad. He estado ahí y no tendría sentido que negara la realidad. Pero eso no me hace delincuente. No he matado, no he robado, no pertenezco al crimen organizado, no he lavado nada. Nací rica, rica vine al mundo y no puedo regre­sar al vientre de mi madre y nacer distinta.


—¿Qué mantiene sus lazos con la sociedad narca?


—Tengo lazos con la sociedad narca, pero en ella no está mi mundo completo. Yo pertenezco a la sociedad en su conjunto, tengo relaciones con todos y con la sociedad narca también, lazos que no tendría por qué ocultar.


Sandra Ávila cae en un silencio. Ahí están el café y las galletas para disimularlo.


—A usted la señalan y le han dicho Reina del Pacífico. ¿Qué es de su intimidad, señora?


—Adentro de mí hay mucho dolor.


* * *


Sandra Ávila fue detenida el 28 de septiembre de 2007. El 29 de septiembre de 2007, el Ministerio Público de la Federa­ción adscrito a la Subprocuraduría de Investigaciones Espe­ciales en Delincuencia Organizada (SIEDO), informó del  ejercicio de la acción penal en contra de la Reina del Pacífi­co, quien fue recluida en el Centro de Readaptación Social Femenil Santa Martha Acatitla, por su probable comisión de los delitos de delincuencia organizada, contra la salud en la modalidad de fomento para posibilitar la ejecución de dicho ilícito y operaciones con recursos de procedencia ilícita.


—La víspera de mi captura dormí mal. A las 9:30 de la mañana recordé un pendiente. Unos amigos me esperaban en Vips de San Jerónimo. Al llegar al desayuno, estacioné mi camioneta BMW, miré alrededor, temerosa de las personas y de las sombras. Ya sabía sin saber lo que me esperaba.


“El desayuno duró un par de horas. Mientras platicába­mos, una señora me alteró. De pie, mirándome, hizo una llamada por teléfono y después fue a su carro.


“Pedimos la cuenta y aún tardamos un rato platicando en el estacionamiento. Ahí pude observar un vehículo lleno de gente. Les digo a mis amigos: ‘No me gustan ésos’. Me contestaron: son gente del senador Bartlett, que está aden­tro, en el área de las revistas. Nerviosa, quise platicar como si nada. Nos besamos todos en la mejilla. Nos despedimos, y al tiempo que abría la portezuela de mi camioneta y me disponía a abordarla, se me vinieron encima esas sombras a las que tanto temía y de las que ya sabía, porque las había soñado, sombras horribles.


“Yo ignoraba de quiénes se trataba, si policías, secues­tradores o enemigos encubiertos. Les pedí que se identifi­caran y me enseñaron una credencial. Me jaloneaban. Eran monólogos autoritarios, en el tono de un tú despreciativo:

‘Identifícate, identifícate’. ‘Bájate, acompáñanos.’ ‘Identi­fícate.’ ‘A ver, a ver, déjame verla bien.’ Tuve ante la cara, casi pegadas, las credenciales, una, dos, tres. Me sentí un poquito mejor. A lo mejor hasta eran policías y, de serlo, por lo pronto no me matarían.”


—¿Eran policías?


—Era la PGR. En el trayecto, uno sacó un oficio al tiem­po que me preguntaba: “¿Usted es Sandra Ávila Beltrán?” “Sí.” Tuve entre las manos una hoja que llevaba mi nom­bre y escuché: “Es una orden de presentación con fines de extradición”. Me calmé un poco. Había una causa: mi detención. En fin, no era la fatalidad del secuestro o el cri­men o lo que fuera.


“Enseguida, me preguntaron por Juan Diego. Respondí que de él, nada sabía. Me amenazaron. Me llevaron supues­tamente a las oficinas de la SIEDO. Después me entero de que no es la SIEDO la que me detiene sino la Policía Federal Preventiva (PFP). Vuelve la angustia: los policías también secuestran y matan.


“En la SIEDO me ofrecieron comida, evitaron los sepa­ros y me tuvieron en las oficinas. Cuando ya me iban a sacar para trasladarme aquí, a Santa Martha, en la noche, como a las 11:30, me di cuenta de que también tenían a Juan Diego.”


—¿Cómo se da cuenta?
—Cuando me van sacando, alcanzo a ver que a Juan Diego le están tomando fotos.
—¿Y hablan ustedes?
—No.
—¿Cómo siguen las horas?


—No me toman declaración. Me hacen muchas pre­guntas, me toman varias fotografías. Y me muestran otras. Señalando a un sujeto, preguntan: “¿Lo conoces?” Se trata de una fotografía donde estamos él, mi esposo, yo. Contes­to que no. “¿Cómo se llama?”, insisten. “No sé.” “Sí sabes. ¿Cómo se llama? Dinos cómo se llama.” “No sé su nom­bre.” Siguen insistiendo, cuatro o cinco veces. Entonces, uno me dice: “Es el Mayo Zambada”. A lo que respondo: “Entonces para qué me estás preguntando, si tú sabes. Han de ser hasta amigos.” Y nada más se me quedan mirando, así como con rabia, con ganas de muchas cosas. Les dije: “A ustedes es a quienes debían detener, no a mí. Ustedes son los que protegen a la delincuencia”. “¿Nos has visto alguna vez?” “Sí —les dije—, a todos ustedes, en fiestas siempre, aquí no entra nada ni nadie si no es por ustedes.”


Me mostraron varias fotografías de mi esposo, mías, de otras personas. Unas fotos de mi boda con gente que de veras asistió, pero que yo no conozco o no recuerdo. “¿Éste quién es?” “Pues no sé, invitados de mi esposo.” Imagínense, eran fotos de hace 20 años. Esas mismas personas habrán cambia­do. Al Mayo Zambada no lo reconocería después de 20 años de haber conversado con él. “La foto puede ser una prueba, pero por ahora es un indicio serio. Aténgase”, escuchaba.


—¿Qué sigue, señora? —le pregunto.
—Me trajeron aquí, a Santa Martha. Me internaron a la media noche. Me sentía helada. Estábamos a finales de sep­tiembre. Yo traía un abrigo de mink por el frío de la maña­na, era un abrigo corto. Me lo quitaron.


—¿Reclamó el abrigo?


—Sí, pero no me lo devolvieron. Son unos rateros. Aquí me metieron en una celda, sola, y no me dieron ni una cobi­ja para taparme. Pasé toda la noche tiritando, agachada, metiendo mi cabeza entre las piernas para calentarme un poquito. Me echaban las luces y me gritaban: “Duérmete”. Callada, nada más los miraba y volvía a agachar la cabeza y al rato venían y me echaban las luces.


“Pensé que se trataba de un proceso, y que éste tarde o temprano tendría que suceder. Sería mejor aclararlo todo y demostrar la verdad. Mis amigas me platicarían, entre otras cosas, que también se decía que alguien me quería matar.”

 

 

 

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