El sueño imposible: el euro encuentra su camino


Carter Dougherty Mark Landler / Francfort, Alemania


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Jean Claude Trichet, el gobernador del Banco Central Europeo, aún se maravilla ante la proeza.


París, Lisboa, Madrid, Roma y Berlín fueron, cada una, en un momento dado, la capital política y económica de un imperio, con el poder de Nueva York y Washington juntas. Y todas cedieron una parte de su soberanía por una moneda común.


“Se tiene que afrontar la historia consagrada que tienen esas capitales”, dijo Trichet en una entrevista en la Eurotorre, las oficinas centrales del Banco Central Europeo, refiriéndose a la cesión del orgullo nacional a una moneda extranjera del reino. “Necesariamente, se trabaja con un original”.


Ese original, el euro, es la moneda de 15 países y 320 millones de personas, y una inversión de mayor rendimiento como cualquiera que se puede encontrar en la actual economía mundial tumultuosa.


Trichet y los principales funcionarios europeos, incluidos la canciller alemana Angela Merkel y José Manuel Barroso, el presidente de la Comisión Europea, se reunieron en la elegante Opera Antigua de Fráncfort el 2 de junio para rendir tributo a la moneda que muchos críticos dijeron que nunca tendría éxito.


Diez años después de su nacimiento, el Banco Central Europeo —más exitoso de lo que imaginaron quienes lo concibieron y más poderoso de lo que temieron sus detractores— enfrenta lo que podría ser su mayor reto desde la invención del euro. Es decir, ¿cómo diseñará una política monetaria para un conjunto dispar de países, mientras unos se estancan por la desaceleración mundial y a otros —por ejemplo, Alemania— los acecha la inflación?


Los logros del Banco Central son claros. Ha cumplido con su cometido primordial de mantener controlada la inflación. En los últimos 10 años, los precios aumentaron un promedio de 2.1 por ciento al año, incluso con el reciente incremento en alimentos y energéticos. Ningún político ha hecho un esfuerzo serio por minar la independencia del Banco. Y, a pesar del disgusto por una sola política monetaria, ningún país ha considerado seriamente salirse. En privado, los banqueros centrales europeos se ríen de las predicciones, hechas en 1997 por el economista estadounidense Martín Feldstein de que las divisiones creadas por el euro podrían conducir a un guerra entre los países que usaran la moneda.


“Ha sido un éxito asombroso”, dijo Philip Lane, un catedrático de macroeconomía internacional del Colegio Trinity en Dublín. “Es difícil exagerar eso”.


El euro se convirtió en realidad para las empresas europeas el 1 de enero de 1998. Para los consumidores llegó el 1 de enero de 2002, cuando los billetes y monedas fueron la moneda de curso legal.


Sin embargo, para quienes concibieron el euro, el 1 de enero de 1998 sobresale como la fecha en la que rindieron frutos los sueños, las ponderaciones y las negociaciones en la forma del propio Banco Central, con sede en la capital financiera de Alemania.


El Banco Central encarna el sueño que ni siquiera los fundadores de lo que hoy es la Unión Europea se permitieron alguna vez. Cuando se firmó el tratado original, que hacía un llamado a “una unión cada vez más estrecha”, en Roma en 1957, las monedas mundiales estaban atadas al dólar, el cual estaba relacionado con el oro. Los sueños de una moneda europea común, que se remontan al denario de plata del imperio romano, parecían imposibles.


La exitosa introducción del euro, una monumental tarea logística y técnica por su propio derecho, dio paso a una serie de frustraciones demasiado nacionales para Trichet y sus colegas. Aun antes de la creación del Banco Central, los banqueros centrales europeos habían estado exigiendo una nueva forma de pensar en las capitales nacionales. El Banco Central establecería una sola tasa básica de interés y el euro tendría un solo tipo de cambio, para que así, los líderes nacionales nunca más pudieran devaluar su moneda para seguir siendo competitivos.


Entonces, los banqueros centrales recomendaron legislaciones laborales más flexibles en cuanto a la contratación y el despido, menos regulaciones para cosas como servicios al menudeo, y mayor voluntad entre los europeos para cambiarse a empleos nuevos. En esencia, pedían que Europa se pareciera más a Estados Unidos.


Se desilusionaron.


“Siempre supimos que la unitalla causaría problemas”, dijo Andre Szasz, ex banquero central holandés y negociador del Tratado de Maastricht, con el que en 1993 se expusieron las reglas fundacionales de la unión monetaria. “Lo que esperábamos eran políticas no monetarias flexibles”, dijo; regulaciones laborales, por ejemplo.


“Con el beneficio de la retrospectiva, no era una expectativa realista”, reconoció.


Ello pudo deberse a que los banqueros centrales que redactaron el tratado tenían más agudeza económica que política. Asumieron, equivocadamente, que la pérdida de independencia monetaria obligaría los líderes europeos a rediseñar las políticas que aún podían formular.


“Había esta creencia en Alemania y otros países de que si se establecía un compromiso monetario firme hacia la estabilidad de precios, los sindicatos y políticos, asustados, harían reformas”, dijo Adam Posen, subdirector del Instituto Peterson para la Economía Nacional en Washington. En cambio, “la influencia conductual” de la moneda común ha sido limitada, expresó.


El resultado de este desacierto ha sido una desviación descontrolada del desempeño económico que tiene mucho qué ver con esas expectativas fallidas sobre las reformas.


Alemania, la economía más grande de Europa, pasó gran parte de los primeros 10 años del Banco Central en una crisis, mientras avanzaban los rezagados tradicionales como España, Italia y Grecia. Ahora, esa ecuación se ha revertido nítidamente, y los países del sur están cayendo en tribulaciones, mientras Alemania, que generó más capacidad de recuperación y se flexibilizó por los años de dolorosos cambios estructurales, ha reclamado su papel como la locomotora económica de Europa.


El Banco Central proporcionó a Europa créditos fáciles durante la mayor parte de la última década, en deferencia al estancamiento e inflación moderada de Alemania. Esa política se recibió bien en todo el continente porque el dinero barato alimentó el auge de la vivienda y obvió la necesidad de seguir el ejemplo alemán de las reformas impopulares.


Ahora que Alemania ha revivido, el Banco Central tiene que hacer más estricto el acceso al dinero, una medida mucho menos popular, pero en línea con lo que los diseñadores de la unión monetaria esperaban sería la parte difícil: administrar la medicina al resto de Europa. Eso ha avivado los temores de que apenas comenzaría el proceso por el cual los políticos y europeos comunes culpen al euro.


Sin embargo, algunos observadores ven fortaleza en la diversidad, en el largo plazo.


“Me gustan estas disparidades porque distribuyen los riesgos”, dijo Daniel Gros, director del Centro de Estudios sobre Política Europea en Bruselas. “Si se tuviera una España gigantesca” —donde estuviera reventando una burbuja de propiedades— “estaríamos en un lío enorme”.


No obstante, es posible que la política monetaria del Banco parezca que no encaja bien por momentos, en especial ahora, con los incrementos en los precios de los alimentos y los energéticos. El Banco Central Europeo podría terminar aumentando las tasas de interés, una política muy conveniente para la próspera Alemania, aun mientras el crecimiento atenuado disminuye los riesgos de inflación en otras zonas del euro. En efecto, una política monetaria más estricta en medio de economías que se contraen en muchos países podría empeorar cualquier desaceleración, lo que tiene el potencial de provocar protestas entre los ciudadanos rebeldes de Europa.


La respuesta de Trichet a este dilema es que el Banco Central diseña políticas con base en datos del área del euro en su conjunto. El Banco no trata de sincronizar a Alemania y España, como no lo hace la Reserva Federal con Nueva York y California para que tengan el mismo ciclo económico.


Trichet dice que cerrar las fisuras en la zona del euro exige cambios estructurales que podrían estimular el crecimiento y generar menos inflación. Y esas tareas tienen muchísimo más qué ver con las otrora capitales imperiales —París, Lisboa, Madrid, Roma y Berlín— que con el Banco Central en Fráncfort.


“Es en este dominio en el que se necesita más el valor de los líderes”, dijo Trichet, “ya sea que se tenga una sola moneda o no”.

 


 
 
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