Esa licencia para matar no ha expirado


Charles Mcgrath /Nueva York


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Tesoros de una nación, no es material para un anuncio

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Ian Fleming, si viviera, habría celebrado 100 años de vida el 28 de mayo. James Bond, su mayor invención, probablemente es un poco más joven, estrictamente hablando (la evidencia en los libros es un poco contradictoria); excepto que Bond, por supuesto, no tiene edad y es inmortal. No importan los tres paquetes de cigarrillos diarios; le sobra el aliento. Su hígado, asombrosamente, sigue sosteniéndose. Ha sobrevivido no sólo a Fleming sino también a Kingsley Amis y John Gardner, quienes, entre otros, siguieron publicando novelas de Bond en lugar de Fleming.


Con un nuevo libro de Bond recién lanzado —Devil may care de Sebastian Faulks— hay ahora, además de las 12 novelas de Bond que Fleming realmente escribió, casi el doble que no escribió él mismo.


Devil may care es en muchas formas una novela más fuerte que cualquiera que Fleming escribiera, porque está mejor escrita y porque tiene toda la tradición de Bond en que basarse. Es una novela de suspenso satisfactoria por su propio derecho, escenificada a principios de los años 60 y con un inicio en París —muy satisfactoriamente— con un hombre al que le sacan la lengua con pinzas y luego se traslada a Irán y Rusia.


Pero también es un sentido y en ocasiones divertido homenaje a todos los otros libros en la serie. Felix Leiter, el viejo amigo estadounidense de Bond, aparece, sólo que ahora sin un brazo y una pierna después de ser arrojado en un tanque de tiburones en Live and let die. El villano tiene una mano que se asemeja a la de un mono peludo, y su comparsa, un personaje estilo Oddjob llamado Chagrin, tiene que usar un kepi porque después de una operación para volverlo psicópata, su cráneo ya no ajusta.


Y la trama está llena de pequeñas reverencias en dirección de famosos puntos de referencia de Bond: Hay un juego de tenis arreglado, por ejemplo, que recuerda a Le Chiffre como jugador de cartas tramposo en Casino Royale y a Goldfinger como tramposo en el golf.


En una medida considerable, es la serie de películas de Bond, una de las franquicias más exitosas en la historia del cine, lo que ha mantenido la producción de libros, después de una moda, y no al revés. Fleming vivió para ver sólo las dos primeras películas de Bond, Dr. No y From Russia with love, que resultaron ser las más fieles a sus textos. Muchas de las otras tienen poco en común con lo que él escribió salvo el título, y el Bond que la mayoría de nosotros pensamos que conocemos —amable, elegante, imperturbable y, en sus últimas encarnaciones, un poco soso— es más el personaje de la película que el que inventó Fleming.


Albert R. Broccoli, productor de las primeras 17 películas de Bond, pudiera ser llamado un cocreador de este otro Metabond. Fueron él o sus escritores quienes volvieron característica la frase “Bond, James Bond”, por ejemplo, y quienes insistieron en el martini agitado, no removido”.


El Bond de Fleming no es tan quisquilloso con lo que bebe, en tanto haya gran cantidad de ello. Está tan dispuesto a beber whisky como un martini. Este Bond es también mucho más fetichista sobre lo que fuma que sobre lo que bebe e insiste en ordenar sus cigarrillos (con tres bandas doradas de filtro) de Morlands o Grosvenor Street.


Le gustan los automóviles rápidos pero odia los trastos, excepto por el extraño cuchillo oculto, y no se le atraparía muerto con los relojes láser, asientos propulsores, autos con trucos y llaveros explosivos con que ha sido equipado el Bond cinematográfico, por no mencionar esa vergonzosa mochila de propulsión.


El Bond de Fleming también tiene una pincelada oscura de fastidio por el mundo y melancolía que nunca llegamos a ver en pantalla. Es casualmente racista (en Live and let die especialmente), misógino (dar el voto a las mujeres alienta sus tendencias lésbicas, cree) y antisemita en una forma que nunca se permitiría en las películas.


En todos estos aspectos, Bond tiene una semejanza más que pasajera con su creador, excepto que Fleming era una pieza de trabajo mucho más desagradable. Nació en Mayfair, Londres, en 1908, el segundo hijo de un miembro rico del Parlamento. Como Bond (cuya ofensa fue “problemas con uno de los sirvientes de los muchachos”), fue expulsado de Eton y desertó de Sandhurst. Subsecuentemente fracasó como periodista y corredor de bolsa y la guerra fue su salvación. Con pocas calificaciones más que conocer a las personas correctas, se convirtió en asistente del director de inteligencia naval y eventualmente ascendió al rango de comandante (al igual que Bond), a cargo de su propia unidad de operaciones especiales.


Después de la guerra, regresó, con poco entusiasmo, al periodismo y con más entusiasmo a su principal interés: las mujeres. En 1952 se casó con lady Anne Rothmere, con quien había seguido durante los dos matrimonios previos de ella. Su relación fue intensa pero no particularmente fiel por parte de ninguno de los dos, y se basó en un gusto compartido por lo que los franceses llaman “le vice anglais”. “Soy el instrumento elegido del Hombre Santo para sacarte el diablo a azotes”, le escribió él alguna vez, “y debo cumplir con mi deber sin importar cuánto dolor me cause. Así que prepárate para beber tus cocteles de pie por unos días”.


Fleming murió en 1964, un deceso prematuro producido por sus hábitos estilo Bond: 70 cigarrillos y una botella de ginebra al día. Para entonces parecía, dijeron sus amigos, como un sabueso que hubiera estado al sol demasiado tiempo.


Pero las novelas, de las cuales algunos de sus amigos escritores, como Evelyn Waugh y Cyril Connolly, se complacían en burlarse, le dieron satisfacción y una sensación de propósito, por no mencionar una muy buena fuente de ingresos. Escribió la primera, Casino Royale, en sólo cuatro semanas en 1952, y una vez que encontró la fórmula nunca se desvió, publicando una novela de Bond al año hasta que murió. Hay mejores libros de Bond y peores, pero realmente no evolucionan, no más que el propio Bond.


En un cierto nivel, los libros de Bond son fantasías de la Guerra Fría, que celebran la comodidad material y la importancia diplomática en una época en que Gran Bretaña no tenía mucho de una ni de la otra.


Faulks no es un escritor de novelas de suspenso sino un escritor altamente respetado de ficción literaria, probablemente mejor conocido por Birdsong, situada en la Primera Guerra Mundial, y Charlotte Gray, situada en la Segunda Guerra Mundial. Ambas presentan una cierta cantidad de espionaje, aunque no del tipo de Bond. Su último libro, Engleby es sobre un periodista que se vuelve sicópata.


Cuando Faulks fue buscado por primera vez por los administradores del legado de Fleming, “pensé que era bastante curioso, realmente”, dijo en una reciente entrevista telefónica desde Londres, donde vive. “Pensé que era una selección muy extraña en realidad, y me divirtió la idea en general”. Pero Faulks estaba entre dos libros en ese entonces, así que aceptó releer las novelas de Bond, las cuales no había visto desde que era adolescente. “Están bastante mucho mejores de lo que pensaba que serían”, dijo. “Yo no diría que me mantuvieron al filo de mi asiento, pero las disfruté, y pensé que estaban bastante bien escritas, en un estilo periodístico, libre de clichés. Hay algunas cosas muy tontas, como la conspiración de Goldfinger, y algunos de los nombres de las personas son ridículos. Pero en general mis reservas más bien se evaporaron”.


Una clave para una imitación exitosa, decidió, era encontrar la historia correcta, y eventualmente se le ocurrió una que involucraba la ominosidad catastrófica de la Guerra Fría que Fleming tanto amaba y el tipo de conspiración criminal específica que vigoriza las mejores de las novelas de Bond. En Devil May Care, el villano está tratando de socavar a la civilización occidental volviendo a todos adictos a drogas baratas. Una subconspiración involucra a un agente de la CIA granuja que quiere arrastrar a Gran Bretaña a Vietnam.


“Principalmente sólo me divertí”, dijo Faulks. “Escribí el libro como lo haría Fleming, 2 mil palabras por día, excepto que dejé fuera los cocteles y el buceo”.


“Sintonizarme con el estilo fue lo difícil”, continuó. “Se tiene que escuchar el tono. Eso aplica al libro de uno mismo como al de alguien más. Y por ello encontrar ese estilo, ese tono, era tan importante. Con Fleming, una vez que capté su voz desarrollé una estructura de frases que era 20 por ciento mía y 80 por ciento suya; abundantes verbos, no muchos adverbios o adjetivos. El verdadero peligro era acercarse demasiado y luego terminar en el territorio de la parodia”.

 

Añadió: “No me angustié, y no sentí que Fleming estuviera viendo sobre mi hombro. La única dificultad que tuve fue cuando quise desacelerar la historia, para permitir una página o dos para que algo importante se asentara. Pensé que podía sacar un poco de la vida interior de Bond, pero encontré que Bond realmente no tiene una vida interior”.

 


 
 
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