Día 2, “City is ready for Cup”


Días del Mundial Sudáfrica

 

Pensé ver África por primera vez el jueves 10 de junio a las 7:20 AM, hora local (en México eran la 12:20 AM, o algo así). Creí haber visto la primera insinuación del continente desde la ventanilla del avión en un retrato espectacular de la cortina del amanecer. Había, en su parte más alta, un azul terso, plegado por un delicado amarillo que se volvía anaranjado para rematar en un rojo sangre sobre el borde del suelo. Estaba todo a la vez. Luego volví a pensar que veía África a las 8:00 AM cuando del lado derecho apareció Cape Town con ese homenaje al futbol que es el Green Point Stadium, atravesado entre la ciudad y el mar. Sin embargo, África, a través de una de sus ciudades más paradójicas, me reventó en la cara cuando luego de registrarme en el hotel traté de encontrar un café tranquilo para escribir el segundo texto de la entrega de este diario de viaje.


¿Cómo se resume la primera impresión de algo abrumadoramente magnífico? Es imposible. Cape Town en estos días de Mundial es un caos atrapado entre once lenguas, más tres que son las cotidianas. Cape Town es un grito prolongado contenido en una ciudad vuelta corneta y cláxones en estampida, a pesar de sus construcciones ordenadas, de sus calles limpísimas, de sus andrajosos limosneros mentándole la madre a los policías sonrientes. Cape Town es una ciudad detenida en medio de un carnaval que durará un mes entero, que sólo respira y come para tener energías y seguir gritando “Bafana Bafana”. De cada cinco habitantes, cuatro visten la playera de la selección Sudafricana; de cada seis, cinco van por la calle, quizá hacia su trabajo, rompiendo el orden con el repetido y aterrador estruendo de sus cornetas; de cada ocho habitantes, siete cultivan esta reverencia de miedo hacia el Mundial de Futbol. Si alguien todavía se conmueve o se impresiona ante la catarata de mexicanos celebrando un pírrico triunfo en El Ángel, entonces, no hay recursos para describir esta celebración previa, este hecho aparentemente consumado de que Sudáfrica es el único “estado mental” que importa ahora; de que en este país, en estas ciudades, sucede verdaderamente la vida. En las calles de Cape Town la pretenciosa discusión de si se debe vivir hacia adentro o hacia afuera se invalida porque lo bello del universo es que ocurre al mismo tiempo. Y hoy, aquí, mientras me obligo a escribir en medio de una marejada (es como si un actor tratara de iniciar un monólogo en las tribunas de un estadio), a un lado del Green Market Square que hace media hora estaba lleno de puestos ambulantes y ahora ha desaparecido; mientras trato de calmar los nervios con una Black Label (de 15 rands), la vida africana se revela como la vida, o lo que podría ser la vida para la humanidad. Así, entonces, creo, empezó todo. Así, de esta manera, con ese infierno en los oídos y el temblor sonoro que no cede, que no puede detenerse a riesgo de volverse necesario para los que estamos aquí. La intención de ordenar los temas que guarda mi Moleskine de tapas rojas se desequilibra ante la visión de cientos de grupos paseando por las calles. Es sorprendente ver, representado en los rostros de los aficionados, el espíritu de las distintas selecciones que han venido a conquistar la Copa. Los ingleses, vestidos con la elegancia que el desparpajo les otorga; los italianos, serenos y alegres, caminando con garbo, azules siempre, y con firmeza; los Bafana, emotivos y echados hacia adelante; los argentinos pidiendo instrucciones para llegar a algún bar con la mirada sardónica de quien pregunta algo sólo para ver qué mentira le contestan; los mexicanos, portando la camiseta verde (pocos usan la negra) como si fueran a la oficina, con esa solemnidad torpe de quien sabe que no tiene más partidos dentro, de quien sabe que los imbéciles pueden confundir arrogancia con talento; las brasileñas, enormes y rubias, confiadas en la potencia de sus dones, soberbias al natural porque para ellas, y ellos, la historia ya se ha escrito más de cien veces. Los hinchas, los aficionados que les dicen, son la representación veraz de lo que los próximos días veremos. Y esta mirada general de lo que el futbol despierta o detona en cada pueblo da una lección detestable porque los mexicanos sólo estamos atenidos a la ilusión de algo que, sabemos, nunca sucederá. Dice Enrique Serna: “Mi fe en la genialidad de Cuauhtémoc y en el instinto goleador del Chicharito es la misa de cualquier albañil. (…) Deberíamos hacer algo para estar a la altura de nuestras pasiones”. Ni siquiera se hace necesaria la tan manida crítica de los errores perpetuos, ni de la alineación, de volvernos jueces implacables de un técnico llamado Javier Aguirre. Mejor olvidémonos que el Bofo existe y demos un paso adelante hacia esa raza pura que es el natural y simple aficionado al futbol. Me refiero a los que desde una semana han desandado los pasos de lo que el mundo creía conocer como “pasión por el deporte”. Porque celebrar así es una posición frente a la vida. Es llevarle la delantera.

 

Lo extraño es que en este caos uno puede pensar. No hay soledad a pesar del caos, hay paz. Las calles siguen llenas y los edificios muestran sus gallardetes de “Sudáfrica 2010”. Aquí todos tienen prisa, todos parecen saber hacia dónde se dirigen y eso descontrola. Descontrola mis observaciones que aún no se representan en este texto (ya no podrá ser nunca crónica si no oda); la tibieza de mencionar que al aterrizar en el aeropuerto de Sao Paulo “por disposiciones” nos rociaron con insecticida que, al menos, estaba hecho con “productos naturales”. Tampoco importa, supongo, escribir que los mexicanos celebraron con una ola modesta cuando el capitán, peruano por toda seña, en un arrebato de júbilo luego de darnos la bienvenida gritó un “viva México” conmovedor a las cuatro de la mañana. Tampoco importa, creo, que Lima (donde hicimos una de las conexiones) parezca una zona de Ecatepec o Chalco; ni que su mirada tan gris me recordara México. De ninguna manera es necesario mencionar el dato de que mientras los mexicanos se exaltan con el comercial de Javier Aguirre diciendo un pálido “ya se pudo”; los sudafricanos hinchan el pecho con Invictus de Clint Eastwood. De veras, quizá no sea importante el relato que parecía esperanzador de una mujer mexicana buscando en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima un tubo delgado para afianzar su bandera para “cuando estemos en el estadio”. Creo sinceramente que ya no es necesario continuar el tema de si somos viajeros o turistas, ni diciendo que siempre seremos los segundos porque ahora enseguida vamos al internet, tenemos prejuicios, o incluso proyectamos el resultado de un partido, es decir, de la finalidad del viaje. ¿Tiene sentido decir que cuando vemos el futbol esperamos algo, y siempre estamos resueltos a la insatisfacción si no llega pero también si llega? ¿Conviene decir que el futbol es el homenaje más vivo al intento y, claro, al fracaso, a la imposibilidad, al hecho de que nunca vamos a lograrlo mientras los brasileños, otros, siempre otros, vuelven a pasar cantando sus himnos? Sería inocente, lo sé, mencionar que al llegar al aeropuerto internacional de Cape Town los bomberos nos bañaron, nos bautizaron, porque habíamos sido el primer vuelo del día en aterrizar; y que la mayoría lo celebramos con un aplauso entusiasta. Lo que sí no es de ninguna manera un detalle de color es un grupo de niñas africanas bailando, uniformadas con unas pequeñas faldas de colores, frente al lujoso Woolworth de la ciudad, y que ni siquiera intenté tomar una foto por el miedo de destruir el momento. Tanto es importante porque ahora que estoy por terminar este relato sin dirección veo a un uruguayo envuelto en su bandera, solo, con una soledad sin soledad, con un rictus imposible de enjuiciar en el rostro, que dice dolor pero también placer, mientras va como sin rumbo entre tanto griterío, perdiéndose ante su incapacidad de entender (como yo). La cerveza se acaba y ni siquiera detesto la idea de que al entrar a comprar una cocacola a una tienda vi en el aparador hileras rojas y azules de los Gauloises de mis más profundos recuerdos y terrores felices. No hay crónica porque hay vida, no hay relato de costumbres porque cuando volví al hotel por dinero y le dije a un compatriota: “lo que hay allá afuera es deslumbrante” sólo atinó a decirme con una estupidez inaudita: “sí, es la mezcla de influencias”, hastiado, supongo, cansado de saberse de memoria la realidad. No hay crónica porque después sólo volví a la calle a buscar, en mi infinita inocencia, un lugar tranquilo para escribir. Pero ya mañana, cuando esto sea publicado (cuando las páginas mueran ante la acción del juego), cuando realmente empiece el Mundial y este impulso quede un poco adormecido por los goles que veremos, por las nuevas hazañas que se escribirán en nuestra memoria, cuando asistamos al nacimiento de una nueva figura, cuando las decepciones y las alegrías nos reboten por todo el cuerpo habrá tiempo de arreglar este desorden y ver si es mejor dejar de sentir un momento y pensar en el relato que le comunique al lector un mundo que no existe, porque habrá orden, una emoción que desaparecerá: porque no fue vivida; un nombre de las cosas, que no será verdadero: porque no se tiene este olor a cosa irreconocible que hay ahora, a cosmos, a barrilete cósmico, y no habrá un coro griego que diga: “¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Goooooool… Goooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaaazoooo! ¡Diegooooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Barrillete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina. Argentina 2, Inglaterra 0? Gracias, Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2, Inglaterra 0.” No habrá más que palabras.

 

“No pensemos en la trascendencia, disfrutemos de la banalidad”, dijo alguna vez el gran Stevenson. Y con eso rompo mi promesa de no citar a un escritor. Pero ya no importa. La Ciudad está lista para la Copa.

 

Voy a cerrar la computadora para ir al lado de aquellos paraguayos que celebran y gritan y cantan y se mueven al compás del claxon del autobús que lleva a un costado la bandera de Francia. Hay un rumor presente, y son los himnos tratando de seguir el ritmo en bocas despavoridas. Hoy “La Marsellesa” no existe porque es un compuesto de muchas más letras, de muchas más palabras, de un tono del que apenas se acierta a rescatar: “Allons enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé…!”. Y esto apenas empieza. El reacomodo del mundo apenas empieza.

 

 

>>Día 1, la conciencia del viaje

 

 

 

Copyright 2008 / Todos los derechos reservados para M.N Cambio /


 
 
Todos los Columnistas