Un final maduro, sensato, y alegre para Mario Marín


—Crónica—


Arturo Rueda / Selene Ríos Andraca


Fueron segundos largos, eternos. Sosteniendo en una mano la Bandera Nacional, Mario Marín se negaba a dejar de tañer la campana tras arengar a los héroes nacionales que nos dieron patria y libertad. Una y otra vez, casi 40 campanadas, el repique más largo del sexenio en el adiós, producto de la nostalgia por el abandono del poder. Largo y prolongado repique que nadie se atrevió a interrumpir porque se trataba de la despedida. Una despedida madura, sensata y alegre. Como le gusta a quien la memoria colectiva de los mexicanos llamará por siempre “El Precioso”.


Hace seis años, Mario Marín entró con los poblanos a un túnel largo y oscuro del que ya vislumbra la luz, la salida. Seis años de tantas alegrías, pero también de tantas tristezas. El gobernador no murió solo; al final lo acompañó su guardia más querida, la selecta, los pocos leales que llegaron hasta el final. Encabezando el mínimo cortejo fúnebre, el mejor amigo, el compadre trasmutado en secretario de Gobernación, el cómplice de una y mil correrías. Vale y Mario hasta el final.


Apostados ahí, en la hora más difícil, Javier Sánchez Galicia e Ismael Ríos, este último fue quien prácticamente obligó a Marín a abandonar el balcón principal de Palacio Municipal jalándolo de una manga.


Después la salva de fuegos artificiales, Marín permaneció mudo, estático en el balcón. Ensimismado, no escuchaba los comentarios de Blanca Alcalá, hermosa en su traje amarillo con el bordado de la China Poblana, ni de don Guillermo Jiménez Morales, ubicado a sus espaldas. Con la mirada fija en un punto del horizonte, mecánicamente alzaba las manos para responder a los poblanos extraviados, que desde la plancha del Zócalo se despedían de él agitando sus manos. Las irrelevancias de Alcalá se terminaron y el gobernador no daba muestras de abandonar el balcón principal, hasta que el subdirector de Comunicación Social lo urgió a llevar a cabo las entrevistas con las televisoras locales.


A Margarita García, sin embargo, se le notaba en el rostro la felicidad por la salida del túnel. El final de lo que una vez ella misma llamó “la pesadilla” en los días más aciagos del Lydiagate. Repartía sonrisas por doquier y parabienes a Alfredo Arango y Pericles Olivares, los únicos secretarios que se presentaron en la noche lluviosa del Bicentenario para acompañar a su jefe y amigo.


La esposa del gobernador saliente sí se despidió con alegría, con entusiasmo, como a Marín le gustan las despedidas, esas en las que se desea buena suerte y se le pide a Dios que “nos cuide y nos proteja”.


Ya ante las cámaras de Televisa y Tv Azteca, el gobernador, rodeado por su esposa e hijos, debió contener un nudo en la garganta, aguantó bien las ganas de despedirse gritando que “Puebla y México me necesitan”. En cambio, todavía hubo tiempo para una foto familiar en el Salón de Cabildos, que un día habitó también como presidente municipal. El cuadro familiar de los cinco hijos se amplió para recibir a las nueras, una de ellas la novia belga de Marincito, una europea testigo de la despedida del poder de unos mexican curious.


A estas alturas, Marín ya no está ni para caprichos ni para orgullos. Arribó al Palacio Municipal a ondear por última vez la bandera de México y a pedir el “viva” para los héroes que lucharon hace 200 años por la emancipación de la Corona Española, pero no hubo retrasos ni una plática antes del acto protocolar, apresuró el paso y salió al balcón.


La alcaldesa Blanca Alcalá le pidió unos minutos antes de “el grito”, pero el mandatario respondió que no, que de una vez. Salió al Balcón, donde sintió el aire gélido y la brisa de la llovizna, y sin más se arrancó a gritar por última vez en el Palacio que hace diez años fue su casa.


Tan pronto se terminó el acto oficial del Bicentenario, a Marín le entró el desasosiego del poder y la prisa por abandonar lo que pertenecerá a su odiado sucesor, Moreno Valle, a partir del próximo año. A diferencia de Melquiades Morales, quien seis años atrás en su último 15 de septiembre decidió salir a cenar a los puestos populares un tradicional mole de panza, el gobernador saliente no terminó ni siquiera un caballito de tequila ni probó las fritangas que ofreció el Ayuntamiento como cena oficial.


Dedicó un par de minutos para tomarse un tequila servido en un caballito de jícama espolvoreado con chilito, pero no sonrió ni habló. Apenas y jaló un mini molotito y le metió una mordida de la misma escala.


Las fritangas desfilaban en la mesa, Marín con su mano derecha y el ceño fruncido rechazó las tostaditas, los taquitos y las chanclas. Para su desgracia, no hubo camaroniza ni langosta ni vino Diamante.


Tampoco hubo tiempo para las margaritas de chocolate o las incomibles cemitas servidas por banquetes De Jalil. Con la prisa de la luz al final del túnel, Marín se levantó y abandonó el Palacio Municipal acompañado por el leal Vale. Lo esperaba una cena en Casa Puebla, donde ahí sí podría dar rienda suelta a la nostalgia del proyecto fallido de gobernar su estado por más de 30 años.


Pocos minutos después de la medianoche, Marín abandonó su último 15 de Septiembre, sorprendiendo a los comensales de la mesa de honor. León Dumit, Guillermo Morales y Margarita aventaron sus respectivos platitos con mini fritangas y se pusieron de pie, tras el arrebato de Marín de levantarse sin previo anuncio.


No hubo apretones de manos, felicitaciones, peticiones o halagos. Lejos quedaron los días de las salutaciones, de Zavala y Montero como escoltas de siempre. Los días de la prepotencia y la soberbia del poder. Acompañado de su esposa, Marín salió cargando la loza más pesada de todas: la de ser el primer gobernador priista en perder Casa Puebla, el único lugar que la historia, después de todo, le reservó.


Al final de ese túnel, de ese túnel donde pasaron momentos, pues, muy unidos, muy juntos.

 

 

 

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