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Antorcha


Aquiles Córdova Morán*


LOS CICLONES DEBEN EDUCAR AL PUEBLO

 

Otra vez los medios, sobre todo las imágenes irrebatibles de la televisión, nos vuelven a recordar que las tragedias que causan los huracanes se localizan, siempre, en zonas habitadas por los más pobres de entre todos los mexicanos. Y tiene que ser así porque tales asentamientos están ubicados en los lugares más riesgosos y menos apropiados para la habitación humana, porque es allí donde falta un drenaje suficiente y los medios técnicos para desfogar el exceso de lluvia, pero, sobre todo y ante todo, por lo precario y endeble de los materiales con que están construidas sus humildísimas viviendas. Los huracanes vienen a evidenciar, a su  brutal manera, la misma verdad que todos conocemos a través de medios menos dramáticos como las estadísticas oficiales sobre pobreza, desempleo o rezago educativo; o fenómenos como la emigración hacia los Estados Unidos, la delincuencia organizada o no organizada y el llamado comercio informal que, quiérase o no, son todos efectos de la misma causa: la tremenda desigualdad que existe en el país, la injusta e irracional distribución de la renta nacional que, de un lado, hace cada día más ricos a un puñado de “hombres de negocios”, mientras del otro genera una gigantesca masa de pobres que carecen hasta de lo más indispensable para vivir. La manera en que se reparten territorialmente los daños de un ciclón como Dean, no es más que una expresión plástica, física, captable directamente a través del sentido de la vista, de la forma, menos visible pero no menos real, en que está distribuida la riqueza en nuestro país.


Las cifras oficiales reconocen que el “déficit de vivienda” alcanza los tres millones, es decir, que, grosso modo, son tres millones de familias las que no tienen un techo donde guarecerse. Si, como también es costumbre oficial, calculamos a 5 miembros por familia, resulta que son quince millones de mexicanos quienes carecen de ese derecho humano fundamental. A esto hay que sumarle que, salvo error de mi parte, la cifra aludida no incluye a quienes viven en verdaderos cuchitriles, zaquizamíes hechos de vara y lodo con techos de cartón o de plástico, sin piso, sin agua, sin drenaje, sin el espacio suficiente para una familia de 5 miembros o más. Si, como debiera ser, esta gente se contabilizara entre los sin techo, la cantidad rebasaría con mucho los tres millones señalados. Ahora bien, cuando un ciclón golpea, es precisamente este tipo de vivienda, como lo evidencian los medios, el primero que se ve dañado severamente, e incluso destruido en su totalidad, dejando a sus dueños en una miseria y en un desamparo tales, que no les queda más remedio que ponerse a llorar ante las cámaras de televisión que, de ese modo, gana imagen y público traficando con el dolor humano. Y tras las televisoras llega una nube de funcionarios de todo pelaje (y ahora también de fundaciones piadosas que quieren crearle una imagen amable a las empresas y negocios de sus fundadores) que acuden en auxilio de los damnificados. Pero aquí hay encerrados dos gatos que es necesario sacar a la luz pública. Primero, la “ayuda” fluye solamente allí donde los medios ponen sus reflectores, es decir, allí donde los funcionarios y los “ejércitos filantrópicos” privados pueden tomarse la foto repartiendo limosnas a los necesitados. Pero está bien investigado que, por cada colonia o comunidad que recibe atención, hay cuando menos cuatro o cinco que se quedan en el abandono más completo y que tienen que salir del apuro por sus propios medios o emigrar en busca de oportunidades para sobrevivir. Segundo, la “ayuda” no siempre es la que la gente necesita sino la que le resulta más barata a los donadores. Y así, vemos a los buenos samaritanos repartir cobijas en zonas de calor sofocante, como Veracruz, Campeche o Quintana Roo, agua embotellada en zonas donde el problema normal es el exceso de lluvia y no la sequía, etc., mientras la “despensa” es una mísera bolsita de plástico cuyo contenido no alcanza ni siquiera para un día completo, menos para familias que no podrán auto alimentarse por semanas o meses enteros.


Pero falta lo mejor. Hay que ver a los organismos federales y estatales encargados de la vivienda llevar a los damnificados, en el mejor de los casos, los mismos materiales endebles y perecederos que acaban de demostrar su vulnerabilidad ante el ciclón. Allí donde el viento arrancó y destrozó los techos de cartón, les llevan más láminas de cartón; allí donde destrozó los endebles fajines de madera que sostenían el techo, les entregan más tiras de madera de ínfima calidad; allí donde el meteoro se llevó las paredes de vara y lodo, se les ayuda (y no siempre) con más varas y lodo para reconstruir lo perdido. Y ahí donde es evidente que la dimensión de la devastación fue mayor por lo inadecuado del terreno, se anima a la gente a que vuelva a levantar su frágil choza en el mismo sitio de riesgo. Así que la “ayuda oficial” en materia de vivienda está destinada a durar no más tiempo que el que se tarde en llegar un nuevo ciclón a derribarlo todo; es un   juego de nunca acabar en el que la peor parte la llevan aquellos a quienes, supuestamente, se intenta proteger de los peligros de la naturaleza.


Se impone, por tanto, que el pueblo pobre saque sus propias conclusiones de cada desgracia que sufre; que aproveche las duras lecciones que cada año les dejan los ciclones organizándose con sus vecinos para demandar un verdadero combate a la falta de vivienda. Tiene que aprender a rechazar enérgicamente las maderas podridas y las láminas de cartón, y exigir materiales sólidos y resistentes para rehacer sus casas; y sobre todo, tienen que aprender a no renunciar, por ningún motivo, a la demanda de reubicación de sus comunidades en terrenos más seguros. ¡No más láminas de cartón ni casas de varas en zonas de peligro! Esa debe ser la consigna para que la tragedia popular se convierta en una victoria en materia de vivienda.


* Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional.

 


 

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