Los Conjurados


Erika Rivero Almazán

 

Los últimos días de don Enrique Montoto

 

HA don Enrique Montoto Arámburo no le gustaba el frío.


Y le costaba trabajo imaginarse la próxima navidad nuevamente rodeado de nieve y viento helado, sobre todo tras su reciente decaída: una pulmonía que lo envío al hospital y de la que apenas estaba saliendo.
Pero ya tenia los boletos reservados para pasar las fiestas decembrinas con toda su familia en Canadá.
Y eso lo llenaba de emoción.


En Canadá había disfrutado de momentos imborrables.


Como testigo tenía una fotografía de la pasada navidad y que colocó a un lado de su escritorio: como fondo aparecía una hermosa colina nevada y en primer plano, sonrientes y apenas identificables por estar enfundados en un tumulto multicolor de abrigos y bufandas, toda la familia: doña María Luisa Álvarez Arrioja de Montoto, sus hijas: Maria Luisa (Mayita), Pilar, María Eugenia (Cuqui), Ángeles, Ana Laura, Adriana, Mónica y todos sus nietos.


No, no se perdería por nada del mundo otra navidad allá, rodeado de sus amores, aunque esa noche de lunes (26 de noviembre) se sentía un poco decaído, cansado, con una ligera fiebre.
La vacuna contra la influenza no le había caído nada bien.


La costumbre de la puntualidad le exigía cerrar su oficina en punto de las 19:00 horas, pero por un sentimiento ajeno quiso permanecer más tiempo en su oficina. La recorrió toda varias veces con un gusto inusual: el pasillo atiborrado hasta el techo de títulos y reconocimientos, la extraordinaria pintura del arcángel San Gabriel que don Arturo (su chofer) le había llevado ese día para colocarla en la entrada principal, el periódico El Sol de Puebla que releyó, la música de cámara que puso en tono quedo.
Soledad, media luz y silencio.


En eso, fijó su mirada en su retrato. Le mandó poner un bonito marco, y aunque estaba listo para colgarlo en la pared, de última hora decidió no hacerlo.


El óleo era bueno y las pinceladas delataban la experiencia del retratista, pero don Enrique percibió algo que no le gustaba: no era el traje azul claro, ni sus clásicos lentes de armazón grande, ni los contornos idénticos de su rostro: era la mirada lejana, melancólica, ausente.


“Ése no puede ser yo”, protestó en silencio cuando recibió el obsequio. Lo mismo le comentaron sus amigos: “Tienes razón, ése no eres tu porque siempre estás contento, sonriente, y el del retrato está muy triste”.
De pronto, don Enrique descubrió algo que le preocupó: efectivamente, su semblante de esa noche era idéntico al retrato que no le gustaba.


Así, casi dos horas más tarde de lo habitual, se enfundó en su abrigo negro (el preferido), se puso con cuidado su bufanda oscura y bajó por el elevador de su edificio, ubicado en la Avenida Juárez 2713, despacho 101. Don Arturo ya lo esperaba con el motor encendido, extrañado de su inusual tardanza.


Tal vez lo intuía, tal vez no, pero aquella noche sería la última que pisaría su oficina.


Al día siguiente, Enrique Montoto fue hospitalizado.


La recaída había preocupado a toda su familia, sobre todo a doña María Luisa. Pero tan sólo se sintió en condiciones para hablar, don Enrique volvió a su buen humor de siempre: quien llegó a visitarlo al Hospital Los Ángeles, no se fue sin una anécdota nueva de las calles o casonas de Puebla, de la política y los políticos.
Incluso, siguió muy de cerca el caso Marín-Cacho y el fallo de la Suprema Corte y pedía que lo mantuvieran al tanto de los acontecimientos.


Su esposa, más tranquila de verlo repuesto, le recriminaba sonriendo: “qué bárbaro, no hay anécdota nueva que no se sepas. Conoces la vida de todo y de todos, pues ¿cómo te enteras?”.


Aprovechando el buen humor de su esposo le pidió, por enésima vez, que frenara de una vez todas sus actividades. Como buen adicto al trabajo, don Enrique siempre ignoraba la recomendación eterna de suspender sus pendientes en sus empresas inmobiliarias: Maen y
Moar.


Pero a decir verdad, desde este septiembre depuró su agenda al máximo, después de que se desvaneció en pleno desayuno en el Club de Empresarios que ameritó suspender el evento y hospitalizarlo.


Pensó que después de vencer el cáncer y sobrellevar la fuerte lesión en la cadera que lo hizo requerir de un bastón para caminar en los últimos años, su salud era invulnerable.


Pero en esta ocasión, algo en su interior parecía advertirle lo contrario.


Cuando lo dieron de alta, una de las primeras cosas que hizo fue ir al restaurante Mi Ciudad para comer su platillo preferido: chiles en nogada y un buen tinto.


No quedó registro de aquel enorme chile en el plato.


Pocas cosas le gustaban tanto como ése platillo, los cortes de carne, la historia de México, el golf, el beisbol y el tenis.


La plática con sus amigos en ese momento giró en torno a una dolorosa decisión: vender su empresa C. Montoto, herencia de su padre, don Castor Montoto Vidal, quien el 5 de febrero de 1924 decidió convertirse en el mejor distribuidor de automóviles de la marca General Motors.
Lo logró.


Pero su intempestiva muerte obligó a Enrique a dejar sus estudios de secundaria para dedicarse de lleno a la agencia de autos, empresa que se convertiría en un icono de la iniciativa privada de Puebla.


Hoy en día, Enrique Montoto es reconocido como uno de los diez empresarios más exitosos del estado, entre los que se encuentran Gilberto Marín (Procter, Chicolastic, Kimberly Clarck), Luis Regordosa Valenciana (líder del CCE y accionista de grupo Bret), Félix Ayala (chiles La Morena), Carlos Peralta (Los tigres, el fraccionamiento residencial La Vista, etc.) Amy Camacho (Africam Safari), Kamel Nacif (textilero), Rogelio Sierra Michelena (líder de la Coparmex) o Pablo Rodríguez Posada (líder de la Canaco) .


Incluso, fue haciendo su trabajo como conoció a su futura esposa, casi diez años menor que él, cuando intentó vender un auto al que sería su suegro. Fue amor a primera vista: desde que conoció a María Luisa la cortejó hasta que finalmente logró que aceptara ser su esposa.


Tuvieron siete hijas, pero el varón nunca llegó. Siempre se empeñó por no tener una preferida, a todas las quiso por igual.


Sus hijas asumieron el control de las inmobiliarias, pero ninguna de las 7 aceptó la responsabilidad de seguir con la tradición de C. Montoto, por lo que el empresario se vio obligado en el 2004 a vender todas las acciones a uno de sus mejores amigos: Luis Regordosa Valenciana.
Esa amistad venció todas las pruebas.


Un ejemplo: el pasado mes de mayo, cuando Regordosa Valenciana renunció a la presidencia del Consejo Universitario de la UDLA, Enrique Montoto, después de 40 años, renunció también a su cargo de consejero universitario como muestra de solidaridad.


Esta acción fue igualada por el mejor amigo de Montoto: Francisco Bada Sánchez, ‘don Paco’ para los íntimos, directivo del Grupo Bada y propietario de los lujosos hoteles Crowne Plaza, quien también abandonó sus funciones como consejero de la UDLA.

 

Un suspiro


Fue en la mañana del domingo y empeoró a medio día.
Nadie lo esperaba.


El viernes había salido del hospital y estaba más animoso que nunca.


Doña María Luisa, con el alma en un hilo, llamó a sus hijas, y después al médico de cabecera para pedir ayuda: su esposo no podía respirar.


No había tiempo que perder: la ambulancia llegó a la calle Zacatlán núm. 28 de la colonia La Paz para trasladar al enfermo al hospital más cercano: la Paz, donde lo esperaba también el director del Hospital los Ángeles.


Era demasiado tarde.


Enrique Montoto había dado su último suspiro.


Durante 20 minutos los médicos trataron de reanimar la respiración y el ritmo cardiaco de aquel cuerpo de 87 años (aunque el empresario insistía en decir que tenía 80).
Fue imposible.


Don Enrique cumplía así el mismo destino que su hermano Fernando, cuando éste se encontraba en la silla del dentista, en una aparente cita común y corriente: paro cardiaco.


Eran 2 minutos para las 3 de la tarde, cuando don Enrique Montero Ponce daba la noticia a través de las emisoras del Grupo Tribuna: “A las 14:30 de la tarde falleció don Enrique Montoto Arámburo a causa de un paro cardiaco. Descanse en paz uno de los empresarios más exitosos y queridos en la historia de este estado”.


En menos de media hora se había escrito la última página de la historia del empresario automotriz más reconocido de Puebla.

 




 
 

 

 
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