publicidad  
 
Abrir el índice

 

 
       
   
   
   

Lector de Pruebas


Gerardo Lino


LIBRO DEL FRACASO, IV

 

Había caminado un buen trecho cuando me vino del estómago esa sensación tan rara, un breve golpe en algún punto incierto —¿base del esternón?, ¿hueco de la bolsa?— que se irradia en tenues ondas casi agradables hasta el grado del ansia: el hambre. Sensación rara de tan clara; porque otras veces llega confundida, o uno la confunde: con sed, con ganas de algo dulce, con ganas de fumar. Me detuve sin dudarlo: no había comido nada desde las ocho de la mañana. Regresé por mi mochila. Al acercarme a la casa de campaña, Manzur se incorporó diciendo: “Vámonos”.


—¿No vamos a comer algo?


No me contestó, pateó con el talón algunos pies, y unos a otros fueron levantándose entre quejidos y bostezos. Unos plegaron la casa de campaña; otros recogimos nuestras cosas.


A regañadientes los seguí; iban hacia el norte, sobre la playa, por el mismo rumbo que había tomado minutos antes. Desde ahí se veían nada más las extensiones mojadas por las olas y montículos de arena con zacate. A dónde diablos nos iba a llevar ahora el Gordo Manzur! No sabía la hora que era? Que no habíamos tomado sino una o dos cervezas? O como dice Lucino “que ya hacía hambre”? Iba refunfuñando cosas como éstas, pero sabiendo que no me escucharían; y aunque me oyeran no me harían caso: Manzur hasta delante, con paso vigoroso, dando trancos con sus piernazas, parecía estar acercándose a un sitio favorable, como si supiera que lo estaban esperando; los demás, sin saber ni pensar nada —eso se nota en el modo de caminar—, lo seguían muy obedientes, casi con alegría, como borregos al matadero.


Y era cierto! Cuando cubrimos el doble del trecho que yo había caminado, rebasando un montículo un poco más alto que los demás, arribamos a una palapa, donde un hombre y dos mujeres preparaban un pescado a las brasas. Nos saludaron con gusto: porque nos estaban esperando! Y era un buen pescado: enorme y oscuro y tan exquisito que sabía, no sé, a una conjunción de objetos y no sólo a pescado, sino un poco su carne consistente que se deshacía casi con la lengua, un leve dulzor mezclado con la sal, un aroma sin nombre combinado con el yodo del aire y el humo de las brasas que se iba tierra adentro con la ventisca que apenas arreciaba, un tufillo embriagante de hierbas desconocidas y ajo macerado, sin que en el paladar ni en el olfato pudiera distinguirse la carne de la sal de los humos de las hierbas del pescado —no sería el hambre, la enorme, la oscura, la que me hizo percibir así las cosas? Jugos del hambre que la vuelven placentera, combinada con los jugos que nos metemos a la boca con los dedos mientras van desapareciendo.


ل


“Si el dolor es una función orgánica, función que se halla en todo el cuerpo, cuál es su órgano: ¿todo?— nadie ha dicho : ‘me duele el hipotálamo’ o ‘me punza el cuerpo calloso’ ni ‘se me acalambró la hipófisis’ ergo allí será, en esa duramadre — nuestra raíz más animal, antiguo fósil, rastro del cerebro arcaico del origen, de donde parte el control de los dolores — adonde se concentran y se decodific [buscar otro terminajo] las reacciones, para preservarse las mil otras funciones [onesones], para que persista el individuo? ergo qué significaría así aquel supuesto axioma icterosimiesco ‘la función crea el órgano’? [¡Ah! Qué sabrosa la herejía ‘cuando dios nos la concede’: que un profesor nos la suelte en plena adolescencia!—esto no va acá] Dolor, entonces, función orgánica, ergo ‘Tanto dolor se agrupa en mi costado / que por doler’ la vida se defiende?”


ل


¿Y el huracán?


No llegó. Mejor dicho sí, pero llegó cuando ya no estábamos allá. En cierto momento supusimos que se desviaría a otra parte, tal vez hacia la Florida, porque el nublado arriba de nosotros era leve y al fondo del horizonte no se movía la masa mayor de nubarrones —bueno, eso pasa con la distancia, nadie lo ignora, pero así había permanecido toda esa mañana hasta la tarde—: de cualquier modo llegó, azotó una vasta región muchos kilómetros adentro, según nos enteraríamos de paso por Xalapa: el huracán causó inundaciones y puentes rotos y la cíclica desgracia de los pueblos que persisten entre la Sierra Madre Oriental y el Golfo de México.


No estoy muy seguro de que el profesor Manzur confiara a ciegas en los datos de “los más expertos meteorólogos”;  aunque eso nos hubiera dicho. E incluso al terminar aquella comida en la palapa, recostado en una silla y con la mirada al mar, dijo con un tono solemne, pero con algo que —no podría afirmarlo sin dudas—, a mí me pareció en ese instante mezclado con un no sé qué de burla —como si supiera, eso sí, a qué grupo de mentecatos se dirigía:


—Vayámonos. Esto a las seis va a ponerse imposible —eran las cinco.

 


 

Versión Online

Columnistas

 
Haga cic aquí para ampliar la imagen

   

 
RSS Feeds
En tu Movil
Video
En tu E-Mail
 
   
Estadisticas

© Copyright, 2007 www.diariocambio.com.mx
Avenida 16 de Septiembre 4111, Col. Huexotitla, CP. 72240, Puebla, Pue. - México Tels.(+222)243- 8392 / 243-8439
Abrir el índice