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Lector de Pruebas


Gerardo Lino


LIBRO DEL FRACASO, II

 

Allá iban mis cuatro condiscípulos, entre las olas, a pisar el horizonte: apenas se notaban sus cabezas pequeñas —o ¿pequeñas cabezas?—, cuando intenté que oyeran el nuevo aforismo de Manzur: “¡No hay alguno que pisar!” Así me desgañitaba por la orilla, “¡No hay alguno que pisaaar!”, yendo y viniendo con las manos a modo de altavoz, “¡Nohaay al gu nooo que pisaaaar!”, sin querer meterme al agua. Por suerte, mientras seguía gritándoles, “¡No haaay alguunooo que pisaaaaaar!”, se le ocurrió a Cretens mirar hacia la costa; con los brazos descoyuntados le dije que volvieran, que no fueran tan pendejos —y me entendió.


Regresaron sofocados.


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“Un estar que cree que va.


Miro la cara de mi padre: afilada como la del moribundo que casi acabó. Los cabellos extendidos sobre la almohada; el bigote intacto, aunque ralo; la nariz casi lista para la máscara de yeso. De un acorde de sonata me quita el silbido insistente del aparato que indica sus latidos y demás signos vitales. Veo las gráficas tratando de entender qué dicen; uno lo ha visto en las películas: la aceleración, el sonido continuo indican paro. Todavía con los ojos cerrados, entrecerrados, mueve de un lado al otro la cabeza, mueve la lengua como queriendo sacarse el tubo que le estorba. Un sonido sale de su garganta a varios metros de profundidad, como si de allá viniera algún eco apagado, la voz de alguno apenas audible. Vuelvo a ver la pantalla, volteo hacia el pasillo donde andan con toda calma médicos y enfermeras de cuidados intensivos, quiero llamar a alguien. Llega de pronto una doctora que sin verme revisa la pantalla (quisiera informarle de la urgencia, detallar los pormenores), ajusta algo del catéter, se acerca a mi padre y le dice como si nada: ‘Cómo estamos, don Ignacio. Sí, ya se quiere ir usted. Pero todavía no.’ Parece sonreír a la voz femenina; un gesto que nunca le había visto: no de condescendencia ni resignación cortés: de coqueteo. Pretendo explicarle a la mujer mi susto, cuando por fin se dirige a mí: ‘Está bien; nada más un poco inquieto; pero está bien.’ Se va. Me doy cuenta de que mi padre había contestado con un débil gemido a la doctora, haciendo gestos de fastidio, con el ceño característico. Paso la mano por su cabello. Alcanzo a balbucear alguna frase, ‘ya vas a estar bien’ o algo así. No reacciona a mi voz, se ve tranquilo por completo; su diafragma jala aire, como cuando cualquiera suspira. ¿Es mi padre ese cuerpo macilento, de manos hinchadas y piernas en los huesos? ¿Está ahí el hombre que he conocido toda mi vida? ¿Habrá alguien ahí?


Tenía meses de no verlo. Como siempre, nos enteramos por otros de lo mismo, que ahí vamos, que no hay mayor problema. Uno de vez en cuando se acuerda, no del hombre que está vivo, allá en su trabajo, con sus asuntos y sus costumbres, sino del que muchos años antes nos dijo una frase que se presenta con recurrencia, un modo de mirar, cierta anécdota que la circunstancia nos trae a la conversación; pero no él, que todavía anda por ahí, que espera nuestra llamada (¿o no?), que nunca nos visita.


Sabemos que vamos a morir. Por sabido se calla. No debería ser una sorpresa que ninguno se muera [revisar esta frase] Pero se da una distancia rara entre aquel que recordamos y el que aún vive, y tenemos su teléfono y vamos a su casa o lo vemos pasar en la calle con su coche (¿por qué se dará esa extrañeza? ¿A qué se debe que nos parezca como un extraño?). Cuando llegamos a vernos, nuestro trato se limita a frases hechas, ritos consabidos, como si sólo se pudiera platicar con el otro en la memoria. Ya todo está dicho. Poco hay de qué hablar. Nada nuevo. Pero está ahí. Uno se acostumbra.


Viene la sacudida de una mala noticia, una enfermedad insospechada, el hospital, los varios familiares que aparecen de repente —cómo pudo ser-siempre ha sido un hombre sano-la edad-las penas-un descuido) y luego otra vez se esfuman. Solía decir entre sus bromas ‘cómo que se murió si me debía’. Luego se aplaca la inquietud. Está mejorando, dicen que dicen los doctores. Que recayó. Tuvieron que intervenirlo otra vez. Aguantó. Ahí está.


Un estar que creo que va.”


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Sin esperar a que se repongan, el profesor Manzur escoge una página distraídamente: “Léeles esto; hasta acá.”


“Hay quien de la sugestiva palabra ‘volumetraje’ hace cosas como ésta: Volu me traje / volumen, traje / volu mentra, je Lo cual significa que no tiene nada que decir. Cómo querer sacar algo de quien publica semejantes vaciedades. Luego sus secuaces lo justifican diciendo ‘es que tiene oficio’. Bueno, ajá; pero ¡eso es poesía? No es extraño que quieran emular al difunto Villaurrutia y su vozquemedura! ‘Ah! Eso es ingenioso!’, se dicen a solas —y la emprenden contra el pobre lector.”


 

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