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Poder y Política
Manuel Cuadras
26/08/2010
6 años de soledad
Prólogo
En 1967, el maestro Gabriel García Márquez publica su brillante obra Cien años de soledad, la cual nos narra la historia de un extraño y solitario pueblo llamado Macondo, y las peripecias por las que atraviesa la familia Buendía, fundadora del poblado.
Son siete generaciones en total, las que abarca García Márquez en su travesía literaria, desde don José Arcadio Buendía hasta el último de los Aurelianos. Todos ellos, todos los integrantes de la familia pues, con una característica común: la (maldita) soledad como destino final de sus vidas.
Macondo era un pueblo raro, apartado, como excluido. Difícilmente los habitantes de Macondo tenían contacto con gente externa a la aldea. Eran como una especie de burbuja cerrada que no permitía el contacto con el exterior o el ingreso de gente externa a la burbuja (que para fines prácticos es lo mismo). Cuando esto sucedía; es decir, cuando se veía gente “de fuera”, generalmente era por la visita de un grupo de gitanos capitaneados por el experto y habilidoso Melquiades, un gitano altamente respetado por su conocimientos y experiencia, que muchas veces —literalmente— vendía espejitos a los lugareños. Su voz, por así decirlo, era una voz “calificada” para hablar de diversos temas. La gente lo respetaba pues.
Como era de suponerse, la peculiar situación de Macondo (de apartarse de los demás pueblos) lo tenía sumido en el rezago, sin posibilidad de acceder a la modernidad. Aunado a ello, serias pestilencias, como el insomnio (que después se convirtió en amnesia), azotaron a Macondo para imprimir el toque lúgubre que García Márquez quería reflejar.
Adaptación
Muchos años después, frente a la Comisión de Honor y Justicia, el licenciado Javier López había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el partido.
El PRI, entonces, era un partido vivo, muy diferente al que le tocó encabezar ya al licenciado López. Aún podía recordar cómo llegó su tribu a aquella ciénaga de la diagonal Defensores unos años atrás. Fue un largo peregrinar, en que su padre, don Mario M. Buendía, guió a sus pupilos para fundar la pequeña aldea que habría de gobernar durante seis años.
Javier López era un hombre bien intencionado, aunque obstinado y cerrado como su padre. Mantenía la misma visión de exclusión que don Mario M., por lo tanto, asumió el control de la aldea a la muerte (política) de éste.
Al igual que su padre, prefería la soledad antes que permitir la intromisión de otros actores en sus asuntos. De hecho, en alguna ocasión (durante su campaña) mandó a trazar un círculo de tres metros a la redonda (burbuja) con la orden estricta de que nadie lo penetrara. Empero, a diferencia de don Mario M., el licenciado López estaba cansado de la guerra, por lo tanto, cuando estuvo al frente de la aldea, se apresuró a firmar tratados de paz.
La aldea priista sufrió varias pestes durante el sexenio de don Mario M., entre ellas, el insomnio y la amnesia. El insomnio —traducida en apatía— por parte de algunos priistas que no tenían el ímpetu de empujar los cambios que requería el partido; y la amnesia de otros, principalmente de la camada de don Mario, que se olvidaron de cómo llegaron al poder y de las cosas que exigieron a los anteriores (no a la imposición). Ante este escenario de amnesia colectiva, fue preciso la intervención de “el sabio Melquiades” para restablecer la memoria de los priistas, para ello, escribe unos pergaminos (declaraciones) con la condición de que sólo podían ser interpretados algunos años después (por aquello de ser respetuoso a los dirigentes en turno).
El final del coronel Javier Aureliano López es triste, cansado de la política, “se aleja y se dedica a fabricar pescaditos de oro, encerrado en su taller —al sureste del país—, de donde sale solamente para venderlos”.
Fin
P.d. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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