El Sonido y la Furia


Gerardo Oviedo

 

NOTA DEL AUTOR: La realidad siempre supera la ficción, y esto, como aporreador de teclas, me resulta angustiante: Con cientos de decapitados, miles de asesinados, con millones de torturados en México, en el Mundo. Con un estado de derecho roto, maltrecho, acribillado por las injusticias gubernamentales y las balas del crimen organizado, hacen que la gente ya no se sorprenda de nada. Los lectores cada día se vuelven más insensibles ante la violencia extrema. Por todo esto, ¿ahora de qué voy a escribir? ¿Cómo puedo sorprender al lector cuando las cabezas ruedan por todas partes como flores arrojadas a los cochinos? ¿Cuales serán mis temas? Los escritores de México deberíamos ponernos en huelga y pedir que la realidad fuera menos cruel, para poder sorprender al lector con historias de todo tipo. Ante tanta barbarie real, ahora recupero un escrito antiguo de otro tipo de barbarie. El siguiente texto lo escribí el siglo pasado, hará más de 15 años, cuando todavía yo me sorprendía de todo.

 

EL HIJO DEL CONDE


La primera impresión que tuvieron mis padres cuando nací, fue que yo sería un asesino serial igual de famoso y sanguinario que ellos y, años después, frente a los reporteros de la fuente policíaca, saldría en primera página de los periódicos con una foto a plana completa que delataría mis cuatro grandes colmillos de vampiro, mis orejas puntiagudas y estas malditas ojeras de mapache que siempre traía en los ojos por tantas desveladas, además, un encabezado parecido a esto: "Drácula Vive. El más grande y feroz Vampiro de todos lo tiempos ha vuelto". Pero algo en el destino me apachurró de manera muy cruel y absurda, convirtiéndome en un vampirillo de poca monta, es más, en apenas un chupador de sangre de medio pelo que se desmayaba al primer contacto de la sangre con la lengua ¡wácala, sangre! Y mi padre tan bueno conmigo, que a diario me hacía roerle las patas a los muebles de la casa.


—¡Bravo! ­—decía Lucanor, Conde de Moldavia y siglos después Conde de la Colonia Condesa—. ¡Bravísimo! —repetía mientras mis mandíbulas masticaban las patas de la mesa de roble o las puertas de encino de mi sarcofaguito—: Es para que tus dientes crezcan fuertes y sanos, hijo.


—Pero que no muerda la silla Luis XVI —respingaba mi madre Lucrecia—, que en esa silla fue donde se sentó el rey por última vez antes de ser guillotinado. ¿Te acuerdas, Lucanor? ¿Te acuerdas de aquellos viejos tiempos? —y suspiraban con la mirada obnubilada y llena de añoranzas por tantos banquetes que se dieron en esos días de cabezas cortadas, o a veces se cogían de las manos para luego arrebatarse a puras mordidas amorosas, en señal de una inconmensurable pasión sangrienta.


El primer problema surgió cuando descubrí los dulces de menta que mi padre utilizaba para darle buen aliento a su boca después de una cena de sangre, sudor y lágrimas con alguna virgen. Lucanor llegaba convertido en un deslumbrante murciélago negro y, acto seguido, se transformaba en el majestuoso Conde Lucanor, un poco viejo y encorvado, pero aún con la presencia omnipotente de sentirse más sabio que el mismísimo diablo. Tomaba una de sus pastillas de menta del dulcero y se iba silbando la cantata 147 "Jesús, alegría de los hombres" de Bach hacia su féretro. Yo entonces, a escondidas, descubrí el maravilloso sabor del dulce en contraposición al desagradable y espeso resabio de la sangre. Fue cuando comenzó mi temible decadencia: Un vampirillo que salía a escondidas de su sarcófago para robarle a la cocina montones de azúcar y chocolates, patillas de menta, hierbabuena, de anís, paletas, pan de dulce, chicles de todos los sabores, refrescos, rosquillas, miel de abeja, miel de maple, miel de higo, palanquetas, camotes, tamales de dulce. Un vampiro que a los cinco años ya comenzaba a presentar unas horribles caries en sus colmillos y que no le decía nada a nadie por temor a la reprimenda, al castigo y al dentista. Un niño que tiraba la sangre por el fregadero y que llenaba el vaso con leche y galletas de animalitos remojadas. Un vampiro, que en lugar de sangre, llevaba atole en las venas. ¡Oh, Dios, así era!


El segundo problema fue cuando mi padre me dijo al cumplir los trece años:


—Ya estás en edad de aprender a volar, hijo —yo en verdad quería hacerlo, lo juro, pero tiempo atrás había descubierto que las alturas era un infierno para mí, como la vez en que subí al techo para tender la capa de mi padre que mi madre había lavado con fab y cloro para desmancharle las gotitas de sangre de su última cena. Fue una catástrofe, el vampiro tambaleándose y con la vista nublada por el terror de acercarse siquiera al borde de la azotea donde quedaban los tendederos. Ahí aprendí que lo mejor era desaparecer bajo la cama cuando escuchara la lavadora en movimiento—. ¡Ya estás en edad de aprender a volar! —escuché de nueva cuenta a mi padre—. Sólo tienes que hacer este movimiento y ya.


Acto seguido elevó los brazos hacia los lados y luego hacia arriba y se transformó en murciélago. Un segundo después regresó a su forma original.


—¿Me entendiste? —preguntó con la certeza de que todos somos listos a la hora en que nos explican las cosas, pero yo no pude hacer otra cosa que asentir con la cabeza, sabedor de mi fobia a las alturas. Alcé los brazos y cerré los ojos implorando a los mil demonios no desmayarme del susto y avergonzar aún más a mi padre. En un santiamén sentí como todo mi cuerpo se contrajo, como si mi piel se empezara a arrugar por dentro y como mis huesos hacían una especie de crujido al desbaratarse para la transformación final. Mis piernas se fueron haciendo diminutas hasta que sin darme tiempo para la reflexión, me encontré suspendido en el aire en medio de la sala: ¡Oh, maravilla!, ¡Puedo volar! ¡Sí! ¡PUEDO VOLAR! ¡SÍ! ¡Vuelo!


Vi que mi padre había quedado con cara de muerto, asombrado, no creyendo tal vez que su hijo lo lograría a la primera. Entonces me sentí orgulloso, libre, poderoso. Di un par de vueltas por la habitación y alrededor de mi padre quien permanecía anonadado, embargado por la tremenda emoción de ver a su hijo volar por primera vez. Ese momento habría sido el más feliz de toda mi vida si no hubiera sido porque mi madre llegó de improviso desde la cocina llevando un par de tazas hacia la vitrina del comedor:


—Ya te he dicho, Lucanor, que no dejes la ventana abierta de la sala —recriminó en tono agresivo a mi padre—. ¿No ves que se meten las moscas?


Inmediatamente tomó un periódico, lo enrolló y comenzó a perseguirme por todo el cuarto hasta que sin tiempo para mi último deseo, quedé apachurrado sobre la misma silla Luis XVI que tanto le gustaba.

 

EXTRA: No faltes a las conferencias de Don Renato. 15, 22 y 29 de octubre. Basadas en el libro de Christiane Olivier: Los hijos de Yocasta (La huella de la madre). Centro Cultural José Martí. 9 sur #108. 19:30 hrs. ¡Ahí nos vemos!

 



 
 

 

 
Todos los Columnistas