Los jueces locales no tienen protección, y muchos menos los medios de defensa que los tribunales federales. Sus personas y familias están en riesgo. Por ello son más susceptibles a la presión del crimen.


Tiempos de Nigromante


Arturo Rueda


El miedo se apodera de los funcionarios

 

Alberto Miranda Guerra es uno de los mejores jueces penales que tiene Puebla. Y sin embargo, desde que cayó en su juzgado el asunto de los ocho sicarios detenidos en Tlapanalá, tiene miedo de sufrir una represalia del crimen organizado por encerrar a la célula del Cártel del Golfo. Tanto, que incluso ha meditado declararse incompetente del caso hoy que por la tarde se vence el plazo constitucional para establecer su situación jurídica. Y es que aunque los sicarios cometieron tres delitos federales –asociación delictuosa, portación ilegal de armas y falsificación de identificaciones oficiales-, es la hora en que la PGR y la SIEDO duermen el sueño de los justos para atraer el caso. ¿Por qué? Nadie lo sabe. La única certeza es que Miranda Guerra se quedó solo.


La actitud de Miranda Guerra es en absoluto censurable. Su miedo es fundado. El mismo que tienen Mario Montero y Rodolfo Igor Archundia. Y es que extraoficialmente se sabe, en vías de confirmarse, que los ocho sicarios detenidos en Tlapanalá forman parte del comando que quiso ejecutar a Víctor Pérez Dorantes, el subprocurador que fue baleado cuando se dirigía a su domicilio. Las balas del comando impactaron el vehículo escolta, lo que permitió que el funcionario escapara ileso, aunque sus dos subordinados se llevaron la marca del narco. Pero se trató del primer atentado en contra de un funcionario de alto nivel.


El gobierno marinista está rebasado por la llegada del crimen organizado a Puebla. Tuvieron varios meses para prepararse, desde la balacera suscitada en Córdoba que concluyó con el levantón y asesinato del agente placa 646. Las incursiones en las zonas de Huachinango y Tehuacán fueron otro aviso, así como el asalto a camiones de carga y camionetas de valores. Mario Ayón y el secretario de Gobernación cerraron los ojos ante las evidencias y prefirieron convencerse de que se trataba de “hechos aislados”. El único que sugirió blindar el estado ante las incursiones del crimen organizado fue Alejandro Fernández mediante la instalación de retenes. El resto de los marinistas se quedaron chiflando en la loma.


Como en la historia de juanito y el lobo, ahora que llegó el narco, lo único que se les ocurre a los marinistas es pedirle a la Federación que se lleve a los sicarios a una cárcel de máxima seguridad, dígase Puente Grande o La Palma. ¿Pero si la PGR se niega a conocer del caso, cómo le harán para deshacerse del comando armado?


La situación se agrava si tomamos en cuenta que las autoridades poblanas no tienen los medios materiales de los delitos federales. Por ello es que no puede entrar ni la PGR ni la SIEDO, además de la poca voluntad. Esto es, las armas de alto calibre, así como el dinero, las drogas y las credenciales falsas de la AFI, se las quedaron los pobladores de Tlapanalá que detuvieron a los sicarios y casi los lincharon. En las negociaciones del rescate el gobierno se comprometió a hacer una serie de obras públicas, y hasta que cumplan, les entregarán los medios materiales del delito.


Y el caso empeora: los sicarios, de ser atraídos por la PGR, podrían defenderse fácilmente arguyendo que las armas, las drogas, las credenciales falsas y hasta el dinero les fueron sembrados por los habitantes de Tlapanalá a la hora de lincharlos. Quizá ahí resida la verdadera razón del por qué las instancias federales se niegan a tomar el caso.


Repito: el gobierno marinista parece rebasado por la realidad. Por ello, ante los rumores de un rescate, armaron la mayor movilización policiaca de la historia y convirtieron la Academia de Policía en un búnker. Por eso les urge que la Federación se los lleve a una cárcel de máxima seguridad. Y por eso, a un buen juez como Alberto Miranda Guerra, le urge lavarse las manos.


¿Miedo? Sí y mucho. Yo también lo tendría. Los jueces locales no tienen protección, y muchos menos los medios de defensa que los tribunales federales. Sus personas y familias están en riesgo. Por ello son más susceptibles a la presión del crimen. Por ello preferirá lavarse las manos, antes que ponerse en riesgo. ¿Y lo peor de todo? Que quizá los ocho sicarios terminen libres para seguir haciendo lo que hacían antes de ser detenidos por la turba de Tlapanalá.


Regresamos al mismo punto: si los funcionarios públicos no pueden protegerse, cómo podemos esperar que nos protejan a los ciudadanos.

 

 

Y lo que falta por venir.

 



 
 

 

 
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