Opinión


Umberto Eco / NY Times


APUNTANDO EL DEDO


La vida no es otra cosa que el recuerdo gradual de la infancia. De acuerdo. Pero lo que hace dulces estas memorias es el hecho de que, en las neblinas distantes de la nostalgia, incluso esos momentos que parecían dolorosos en ese tiempo nos parecen bellos. Incluso cuando caímos en la zanja y nos dislocamos el tobillo y tuvimos que permanecer en casa durante dos semanas con nuestro pie envuelto en yeso empapado en clara de huevo.


Tengo recuerdos agradables de noches pasadas en el refugio contra ataques aéreos. Nos despertaban de un sueño profundo y, cubriéndonos con un abrigo sobre nuestros pijamas, nos arrastraban a una cámara subterránea húmeda y débilmente iluminada hecha de concreto armado. Allí jugábamos a perseguirnos mientras sobre nuestras cabezas retumbaban los sonidos ahogados de explosiones que podían haber sido de fuego antiaéreo o bombas que caían. No sabíamos cuáles. Nuestras madres temblaban de miedo y frío, pero para nosotros era una aventura extraña. Qué les parece sentir nostalgia de eso.


Y así estamos preparados para aceptar todo lo que recordamos de los terribles años Cuarenta, y ese es el tributo que rendimos a nuestra vejez.


¿Cómo eran las ciudades italianas en esos tiempos? Absolutamente oscuras en la noche, cuando el apagón obligaba a que cualquier inusual transeúnte utilizara faros de bicicleta con dinamos como fuente de energía. Esos aparatos funcionaban tirando frenéticamente de una especie de gatillo. No mucho después se impuso la hora de queda y no se permitió a nadie aventurarse en las calles.


De día las ciudades eran patrulladas por unidades del ejército, cuando menos hasta 1943, cuando las barracas de la ciudad fueron ocupadas por el ejército italiano. Su presencia se tornó más intensa en los días de la República de Salo cuando las grandes urbes eran patrulladas constantemente por escuadrones de marinos de la División de San Marco o de las Brigadas Negras, en tanto que en pueblos de la provincia era más común ver grupos de partisanos. Todos ellos iban armados hasta los dientes. Ocasionalmente, en esas ciudades militarizadas se prohibía que reunieran muchedumbres, pero los miembros del movimiento de la juventud fascista se desplazaban por todas partes, al igual que los alumnos de educación elemental en sus delantales negros cuando salían de la escuela al mediodía. Las madres se aventuraban a salir para comprar lo poco que estaba en venta en las tiendas de alimentos. Y si uno quería pan (no pan blanco, pero al menos algo que contenía un poco de harina en lugar de aserrín) era preciso pagar sumas considerables en el mercado negro. Los hogares estaban tenuemente iluminados, y la calefacción estaba limitada únicamente a la cocina. De noche dormíamos con un ladrillo caliente en la cama y yo aún recuerdo con cariño mis sabañones.


Hoy no puedo decir que todo esto ha regresado, ciertamente no en su totalidad, pero empiezo a captar un tufillo de ello. Tan sólo para empezar hay fascistas en el gobierno. No sólo ellos, y ya no son exactamente fascistas, tampoco, pero eso poco importa; es un hecho ampliamente conocido que la historia primero se presenta en forma de tragedia y la segunda vez en forma de farsa.


En esos días los muros estaban cubiertos de carteles que mostraban una caricatura repugnante de un americano negro (ebrio) extendiendo sus garras curvadas hacia una blanca Venus de Milo. En la televisión, hoy veo los rostros amenazadores de los miles de negros desnutridos que están invadiendo nuestra tierra y, francamente, la gente en torno a mí está aún más asustada de lo que estuvieron en el pasado.


Los delantales negros están regresando a nuestras escuelas y nada tengo contra eso. Son mejores que las camisetas de marca que prefieren los rufianes jóvenes. Pero acabo de leer en un periódico que el alcalde de Novara, de la Liga del Norte, ha emitido una orden prohibiendo que más de tres personas se reúnan en los parques después de oscurecer. Con un escalofrío proustiano espero el retorno del toque de queda.


Nuestros soldados están combatiendo contra rebeldes con rostros de color en varias partes de Asia, si bien ya no en Africa. Pero también veo unidades militares, bien armadas y ataviados con uniformes de camuflaje, en las calles de las ciudades italianas. Como en los viejos tiempos, el ejército está combatiendo no sólo en la frontera, sino también se desempeña como una fuerza policíaca. Siento como si estuviera de regreso en Roma Ciudad Abierta. Leo artículos y escucho discursos que son muy similares a los que acostumbraba leer en la revista de propaganda fascista "La difesa della razza" ("La defensa de la raza"), que no sólo atacaba a los judíos, sino también a los gitanos, marroquíes y extranjeros en general.


El pan se está haciendo muy caro. Nos están diciendo que debemos ahorrar en gasolina, evitar el desperdicio de electricidad y no iluminar los escaparates de las tiendas en la noche. Circulan menos autos y los Ladrones de Bicicletas han retornado. Y, para añadir un toque original, el racionamiento de agua está a la vuelta de la esquina.


Todavía no tenemos un gobierno para el norte y otro para el sur, pero hay quienes están trabajando para lograr eso.

 

Todo lo que necesitamos es un Líder que abrace a las chicas de las granjas y les dé besos castos en sus mejillas rubicundas, pero cada cual a lo suyo.

 

(Traducción de Hector D. Shelley)

    

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