Vagar libremente en una tierra de restricciones


Abby Aguirre / Ramala, Rivera Occidental


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Existe una palabra en árabe para el pasatiempo de Raja Shehadeh.


Sarha es vagar libremente, a voluntad, sin restricciones”, escribe en Palestinian walks: forays into a vanishing landscape (Excursiones palestinas: una incursión en un paisaje en vías de desaparecer), un relato de seis caminatas en la Rivera Occidental que ganó el Premio Orwell de este año, el premio supremo de Gran Bretaña a los escritos políticos, y que publicó Scribner en Estados Unidos en junio. “Un hombre que va de sarha, deambula sin restricciones de tiempo o espacio”.


Claro que es difícil no tener limitaciones de tiempo y espacio en los territorios ocupados, donde el movimiento está limitado cada día por un creciente número de bardas, muros, barreras, retenes y asentamientos levantados por los israelíes, así como por las vialidades que han construido para conectarlos. Sin embargo, Shehadeh —un abogado y fundador de Al Haq, una organización palestina de derechos humanos, quien, a parte de una estadía en Londres para asistir a la escuela de derecho, ha vivido toda su vida en Ramalá— aún lo intenta.


Una excursión reciente comenzó al lado de un camino cercano al pueblo de Ein Sinya, a corta distancia en coche del centro de la ciudad. Shehadeh dio pasos acompasados por el sendero, a cuyos lados había salvia, cardo sirio, orégano en flor y alcachofas silvestres. A ambos lados, se levantaban terrazas de olivos con contrafuertes de piedra caliza.


“Aquí tenemos una luz de calidad exquisita”, dijo señalando los cerros achatados de los alrededores.


El paisaje bucólico apenas si se parece a la Rivera Occidental del imaginario popular. Fue con esa impresión dominante en mente que Shehadeh se puso a escribir el libro, para poner en el papel su experiencia del lugar, sin mediación de la imaginación histórica, de las imágenes en los noticieros, para lectores que piensan en él en términos de conflicto y violencia.


No obstante, en el libro, una excursión se interrumpe cuando el sobrino de 10 años de Shehadeh recoge un misil sin explotar; otra, cuando él y su esposa quedan bajo el fuego prolongado de la policía palestina. Los seis paseos, de 1978 a 2006, se hacen cada vez más tirantes con el tiempo.


No muy entrado en el valle, el sendero desemboca en un risco de piedra caliza alto, que parecía la cresta de una ola, y luego corre junto a él. A medio camino había una constelación de palabras en árabe, pintadas con aerosol en la roca. Shehadeh se detuvo y las leyó en voz alta: “Ahmad, Aqel, Jojoo, Anas, Nidal, Kamal, ¡Raja!”.


Contento de ver nombres palestinos injertados en la tierra, Shehadeh continuó por el sendero. Tras un zigzagueo y pasar por una cuevita, se topó con una estructura de piedra en forma de iglú llamada qasr, un tipo de vivienda donde solían vivir los campesinos, y donde almacenaban sus olivas dentro y dormían en el techo.


“Este está bastante bien conservado”, dijo, “como el de Abu Ameen”. Ameen, un primo del abuelo de Shehadeh, fue un cantero que vivía en un qasr, el descubrimiento del autor que conforma el primer capítulo del libro.


Saleem, el abuelo de Shehadeh, fue un juez en los tribunales del Mandato Británico de Palestina. Aziz, su padre, también fue abogado. (Uno de los primeros palestinos que defendió públicamente la solución de los dos Estados, apuñalaron de muerte a Aziz Shehadeh en el acceso a la cochera de la familia en 1985. Nunca se resolvió el caso.) Ameen representa el lado de la familia Shehadeh que se unió a la clase de profesionales, y a una vida de sarha suprema.


Más allá de una saliente rocosa y larga había otro cerro con terrazas. Shehadeh prefirió no caminar por los campos, ya que estaban recién arados, ni escalar los muros de contención por temor a erosionarlos. Dio la vuelta.


“Natsh”, dijo señalando los cardos con espinas a lo largo de la brecha.


Algunos piensan que fue el material que se usó en la corona de espinas de Jesús, de la que habla la Biblia. Al natsh se le ha dado un uso contemporáneo en los últimos años. El trabajo de Shehadeh como abogado implica principalmente defender palestinos en los tribunales militares agrarios de Israel, donde, narra en el libro, con frecuencia se menciona al natsh como evidencia de que un lote en particular no está labrado y, por lo tanto, desocupado. Mientras Shehadeh andaba por los natsh, una manada de cabras y un pastor llegaron a la cima del cerro y empezaron a bajar por la ladera, doblando en el zigzagueo en una sola fila y después inundando los campos.


—La paz sea contigo— dijo Shehadeh en árabe.


—Y usted esté en paz— respondió el hombre.


A mitad de camino subiendo la ladera, con el rostro rosado por la subida, Shehadeh se detuvo a estudiar la vista hacia el oeste: crestas de colinas que se traslapaban ligeramente, más terrazas, más huertos de olivos, y, salpicando las laderas, grupos de edificios de piedra con techos planos: aldeas palestinas.


“Jefna, Birzeit, Atara”, dijo nombrando a cada una, así como un campo para refugiados palestinos —“Jalazon”— en medio de ellas. “¿Ve cómo brilla la luz en la piedra caliza?”


Dispersas en torno a la cresta más al sur en la línea de la visión de Shehadeh también había filas ordenadas de techos rojos inclinados, inconfundiblemente los de un asentamiento israelí. Al preguntarle el nombre, la voz de Shehadeh cayó.
“Beit El”, dijo, y agregó tras una pausa: “En las caminatas, trato de no verlos.”


Encontrar un paseo en Ramalá en el que no se pueda ver un asentamiento israelí es casi imposible. Hay aproximadamente 130 asentamientos y retenes en la Rivera Occidental, así como cerca de una docena en el área de Ramalá. Siguen siendo uno de los asuntos más polémicos del conflicto, y para los palestinos que hacen excursiones, una fuente de vejaciones considerables. Shehadeh, un cristiano, dice que no puede contar la cantidad de veces que colonos lo han detenido durante sus caminatas, algunos de ellos armados, que no aceptan como explicación de su presencia en las colinas el simple hecho de estar paseando.


Sin embargo, Beit El estaba los suficientemente lejos en la distancia, de tal forma que uno no podía distinguir sus búnkeres ni sus rollos de alambre de púas. La atención de Shehadeh cambió y se fijó en algo en la tierra. Se iluminó y se agachó para recogerlo. Era un fragmento de cerámica marrón.


“Probablemente de la época romana”, dijo regresándolo al suelo.


En la cima del cerro, de su lado norte, había montículos y muros de bloques de piedra caliza, otrora las torres y cámaras con bóvedas de un castillo de los cruzados del siglo XII. Shehadeh colocó una cobija en el suelo y comió un desayuno de pan árabe, queso de cabra, jitomates y aceitunas. El postre fue tuna cortada de las pencas resistentes, en forma de remo, que crecían entre los escombros cercanos.


“Muerda con cuidado”, instruyó. “Tiene muchas semillas”.


El sitio daba hacia el norte, al viejo camino a Naplusa, ahora impasible. Para llegar a Naplusa uno debe seguir la ruta más larga que circunnavega las colinas al este, agregando a lo que otrora era conducir en coche durante 30 minutos, si se es palestino. Los israelíes pueden usar caminos más nuevos y directos. En su libro, Shehadeh guarda sus observaciones más duras para esta red en expansión de carreteras segregadas, construidas después de los ataques contra Israel.


“Ya sea que la llamemos Israel o Palestina, esta tierra se convertirá en un enorme laberinto de concreto”, escribe. Su mirada vagó hasta un pedazo de piedra caliza en la tierra. Era un fósil, con líneas que se dispersaban desde el centro. Inspeccionó las ranuras.


“De cuando esto fue el fondo del mar”, expresó.


El hallazgo fue algo apropiado, ya que Shehadeh había explicado poco antes que uno de los pocos consuelos disponibles para quienes han vivido el conflicto israelí-palestino no es sólo la vista enorme, sino que es una geológica.


“Al final, la naturaleza nos supera a todos nosotros”, dijo. “Los cruzados estuvieron aquí por cientos de años, y lo que queda de ellos son piedras. Crecen las plantas, y la naturaleza se hace cargo. Somos puntitos en el continuo del tiempo”. Ahora eran cerca de las 11 de la mañana, y el sol era extenuante. En el verano, Shehadeh prefiere ir a las colinas antes de que el calor sea demasiado aplastante, así es que inició el descenso de inmediato.


Encontró el camino, justo al sur de donde se bifurca en dos direcciones. Hacia la izquierda, está el camino viejo a Naplusa, ahora de terracería, obstruido por bloques de concreto. Por tanto, el tránsito hacia el norte se desvía al de la derecha, que cruza una serie de pueblos, dos retenes, y, finalmente, llega a una barrera donde los palestinos se pueden estacionar, cruzar otro retén a pie, de ser necesario, y continuar en autobús.


Sin embargo, Shehadeh no se dirigía al norte. Esperó un rato a la sombra un autobús con rumbo al sur, y pronto volaba a lo largo del camino serpenteante de regreso a Ramalá. Tenía el vidrio de la ventanilla bajado, y no dijo nada. Parecía estar pensando en el camino bloqueado o en los asentamientos, más de los cuales iban apareciendo en el paisaje.


Tampoco parecía estar pensando en las palabras en inglés que estaban junto a los nombres en árabe, cerca del comienzo de la senda, lo único escrito que no leyó en voz alta. “El tiempo es dolor”, decían.

 

 

 

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