Mi despliegue como novia de guerra


Elyse Fenton / Nueva York


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Era un día de otoño lluvioso dos semanas antes de que Peenesh, mi entonces novio, abordara un avión que lo llevaría desde Texas, pasando por Irlanda y la ciudad de Kuwait, en camino a pasar un año con el Ejército en Bagdad.


Durante los meses por venir yo me familiarizaría con esta rutina: la cuerda azul, el zumbido de las luces fluorescentes, el dolor en las entrañas por la comprensión de cuántos miles de kilómetros mis frágiles misivas envueltas en plástico recorrerían desde Oregon hasta Irak. Pero en este día en particular, no estaba enviando por correo un paquete. Estaba dando el primer paso para casarme.


Peenesh, médico del Ejército, estaba en Fort Hood, Texas, preparándose para su despliegue y no pudo reunirse conmigo. En su lugar, yo tenía una declaración jurada, disponible sólo para personal militar, que nos permitía solicitar un certificado de matrimonio sin estar presentes ambas partes.


La notaria pública estaba muy ocupada cuando le pasé la declaración jurada a través del mostrador. Con el sello en mano, marcó los papeles y me miró entrecerrando los ojos. Yo la miré expectante. Ella inclinó mi licencia de conducir de nuevo, hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y puso el sello. Bajo una fanfarria de lluvia, volví a casa en bicicleta y llamé a mi futuro esposo.


“Felicitaciones”, le dije sin aliento. “Estamos parcialmente casados. ¿Qué sigue ahora?”


Siempre pragmático, Peenesh se enfocó en los detalles. “Conduzco hasta Austin para recogerlo y luego acudo al secretario del condado. Definitivamente lo enviaste con entrega al día siguiente, ¿verdad?”


Pronto era oficialmente una novia de guerra, no exactamente un término que surgiera en las conversaciones en mis círculos sociales, pero una frase que parece más vinculada con una era de jardines de la victoria y lazos de guerra que con mi estatus como una mujer del siglo XXI. Nunca había puesto un pie en una base militar hasta la graduación de mi esposo del campamento de entrenamiento militar un año antes. Mi única conexión con la guerra en Irak había sido protestar por la decisión de iniciarla.


Entonces, ¿cómo me convertí en esposa de un soldado? Cuando conocí a Peenesh, eramos veinteañeros arrogantes en un equipo de senderismo en las Montañas Blancas de Nueva Hampshire; amigos, no amantes. Para cuando nos reconectamos en Boston años después, Peenesh estaba en las fuerzas armadas, y nuestra primera cita tuvo lugar durante un breve descanso del campamento de entrenamiento militar.


Cuando me mudé a Austin para que pudiéramos estar juntos por un tiempo, yo tenía un cuidadoso plan de escape: llegado el verano, yo iría a Oregon y me graduaría. Este plan no tomó en cuenta que nuestra relación se convertiría en algo que yo no querría dejar.


El día en que me convertí en novia de guerra (o los días; fue un procedimiento prolongado a larga distancia), vagamente sabía que estaba encaminándome a tiempos difíciles. Pero parte de mí sólo quería que su despliegue empezara para que así terminara.


Además, yo empezaría a conocer lo que era para los miles de novias de guerra a cuyas filas me estaba uniendo.


La preparación es un concepto divertido en el contexto de un despliegue de tiempo de guerra. Por un lado, todo se tiene que preparar. El batallón de mi esposo practicó en guerra durante meses. Fueron informados de cómo ser tomados como rehenes, escribir sus testamentos, colocar los insertos para las máscaras de gas. La semana antes de que partiera, mi esposo bordó su tipo de sangre a la parte exterior de su casco con fino hilo negro.


Al mismo tiempo, realmente no hay mucho que un soldado pueda hacer para prepararse para una realidad que no tiene un marco de referencia confiable, y menos, incluso, para dejar detrás un cónyuge. Para el soldado (y a menudo para el cónyuge), el despliegue es lo opuesto al orden. Es una espera interrumpida por el caos y permeada por vuelos de desesperación y una abrumadora falta de control.


Peor aún, quizá, es que hay una falsa sensación de seguridad en las minucias, el entrenamiento de preparación. Uno puede anunciar su tipo de sangre en el casco, pero no hay garantía de que cuando sea alcanzado allá alguien que inserte una aguja de transfusión o incluso que simplemente se arrodille y detenga la hemorragia.


En una de mis fases de obsesión con el internet, encontré una lista de lineamientos para los cónyuges de militares que se parece a algo sacado de una revista femenina de los años 50. Cuando hable por teléfono con su cónyuge, aconsejaba, siempre muestre una voz alegre. Nunca abrume a su compañero militar con asuntos domésticos menores como la astronómica cuenta de electricidad más reciente. Su soldado tiene cosas mayores de las cuales preocuparse, y escucharle molesto sólo bajará su moral y hará el despliegue más difícil.


Aunque mi indignación fue momentáneamente cegadora, hubo algo en el meollo del sentimiento que resonó. Es decir, que podría ser posible, con pequeños esfuerzos diarios, mantener la salud mental y el bienestar del soldado. Envíale libros, bocadillos y cartas, continuó mi hilo de pensamiento, y te asegurarás de que tenga una mente clara y un apetito saludable.


Hay algo que debe decirse en favor de cultivar una ilusión de control. Ahora reconozco que hubo cosas que hice en búsqueda de esta ilusión, y casarme fue una de ellas.


Incluso hubo algo consolador en el proceso de realizar el papeleo que lo hizo parecer una transacción no sólo en el aspecto legal sino en una especie de fe laica. Como si, al cumplir los parámetros de un contrato legal, estuviéramos protegiéndonos contra el daño.


El día que mi esposo actualizó su testamento, estábamos tendidos en el piso de mi departamento sin amueblar, bromeando sobre los contratos que tendríamos que firmar. “¿Lesiones aceptables?”, ofrecí.


“Formas Aceptables de Lesión y/o Desfiguración”, enmendó Peenesh. Pronto la lista había cambiado de humor negro a una salvaguarda. En ella, trazamos los potenciales sacrificios físicos por su despliegue, como un tipo de pérdida corporal. Dígitos pequeños eran claramente ampliables: un dedo del pie, varios dedos de la mano. Incluso un miembro, pero sólo hasta la última articulación necesaria para adaptar una prótesis. Aunque valoramos los sentidos, ofrecimos su gusto de buena gana, su audición a regañadientes.


La lista fue fácil de hacer y siguió ampliándose. Después de que había trabajado algunos turnos en la unidad de cuidados intensivos en el hospital del Ejército local, nos volvimos más generosos, más atrevidos. Podía resultar quemado o con cicatrices. Podía perder ambas piernas. Entre más vertiginoso se volvió el proceso, más calmada me sentí.


Una mano aquí, un parche de piel allá. Quizá estábamos siendo insensibles con los heridos en la guerra, pero esta fue la manera en que le hicimos frente. No importó que ninguno de nosotros creyera en Dios o la reencarnación o la ira divina. Quítale el pie izquierdo, dijimos, de todos modos es su tobillo lesionado. Quítale su sentido del olfato, ya está harto del curry de coliflor de su madre, y ha tenido suficiente del aroma del pastel de lodo, el olor previo a la lluvia y el sudor tras el sexo para que le dure toda la vida. “Ve a la guerra”, pensé, como si fuera una negociación de contrato, “recibe unos golpes y vuelve a casa”.


Luego, 12 meses y dos semanas después de que nos casamos, mi esposo volvió de Irak ileso, la fiesta en que finalmente celebramos nuestra boda tuvo lugar no bajo luces fluorescentes sino un borrascoso cielo de agosto, y no fue un empleado con un sello quien fue testigo de nuestra dicha sino un ciento de estridentes amigos.


En estos días sigue habiendo una sensación de incredulidad en torno a nuestra vida juntos, aunque Peenesh regresó hace más de un año. Sigue habiendo momentos en que me asombra un toquido a la puerta y tengo que recordarme que mi esposo está en la otra habitación.


Y hay momentos en que despierto y lo encuentro dormido a mi lado, cuando no puedo evitar mirar su mandíbula, sus dedos o la definida curva de sus costillas como un carnicero, sopesando los sacrificios que no tuve que hacer.

 

 

 

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