Hay escasez de películas inteligentes y presupuesto medio


A. O. Scott


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Hace poco más de seis meses, los premios de la Academia parecían confirmar la existencia de un nuevo status quo. Cierto tipo de películas dominaban los procedimientos, al que, habitual aunque erróneamente, se le denominaba de las independientes.


Hasta cierto punto, el hábito de agrupar cintas tan diferentes como There Will Be Blood, Juno y No Country for Old Men, bajo la bandera, desvanecida y extendida, de independientes, es una forma de indicar un linaje artísticamente compartido y vago.

 

Directores como Spike Lee, Steven Soderbergh y Joel e Ethan Coen, los que hicieron No Country, eran la clase de jóvenes luchadores e iconoclastas allá en los años de 1980. Paul Thomas Anderson, quien escribió y dirigió Blood, fue uno de esos prototipos en la década de 1990. En cuanto a Juno, aun cuando nunca se exhibió en Sundance, parecía que por sus peculiaridades y provocaciones debió haberse proyectado ahí. Y la guionista Diablo Cody fue a los Oscar con tatuajes, fleco y un vestido de onda, de aspecto clásico.


Sin embargo, lo más sobresaliente que estas tres nominadas a la mejor película tenían en común —que compartieron con Atonement, otra contendiente, y con la mayoría de las demás nominadas a las categorías importantes, no técnicas— fue que a ninguna la estrenó un estudio importante. O, para ser más precisos, a ninguna la sacó una entidad corporativa, albergada dentro de un conglomerado de multimedios, que llevara el nombre rico en la herencia del Viejo Hollywood. A todas las distribuyeron subsidiarias pequeñas de esos mismos conglomerados, divisiones especializadas como Focus Features, Fox Searchlight, Miramax y Paramount Vantage.


El propósito de estas compañías ha sido adquirir, producir y distribuir cintas con presupuestos menores y ambiciones artísticas más sublimes que las del menú comercial para el mercado masivo, mundialmente accesible, que llena los balances de los estudios matrices. Y pareciera que su dominio reciente en los premios de la Academia —no sólo el año pasado, sino gran parte de la década anterior— es el indicador más visible de que está funcionando este modelo de negocios.


Las divisiones especializadas, junto con algunos de los distribuidores independientes más grandes, han mantenido viva, y hasta cierto punto rejuvenecida, la venerable tradición de Hollywood del prestigio cinematográfico, aunque en una escala más modesta. Las adaptaciones literarias, los dramas serios, las actuaciones brillantes y la dirección audaz —películas de calidad, para adultos, que dependen de las buenas críticas en The New York Times— se abren camino a los cines con muchas salas, calificadas no como de presupuesto medio y populares, sino más bien como cine de arte.


La noche del Oscar se confirmó la idea de que las independientes son la nueva corriente institucional, una vez más, como sabiduría popular. Incluso la oferta de los grandes estudios que dio al traste con la fiesta —Michael Clayton de Tony Gilroy— fue más bien una cinta de presupuesto medio que una aspirante al éxito. Y la noche le perteneció, claro, a Juno, los Coen y a Daniel Day-Lewis. Sin embargo, para cuando estaba en su apogeo el Festival de Cine de Cannes, casi tres meses después, ya estaba surgiendo una nueva sabiduría popular, diametralmente opuesta. ¡Han muerto las películas independientes!


¡Otra vez! ¡Todavía! ¡Esta vez es en serio! Lo que empezó como un goteo de noticias desalentadoras —Warner Brothers cerró sus divisiones de películas de arte; ventas lentas en la Riviera— aumentaron en el verano para inundar con evaluaciones pesimistas y "se los dije". A Paramount Vantage, la más nueva y una de las más ambiciosas especializadas (distribuidora de There Will be Blood y Babel, entre otras) la absorbió su matriz corporativa.


En el Festival de Cine de Los Angeles en junio, Mark Gill, un exejecutivo de Miramax y de Warner Independent, impartió una conferencia titulada “Sí, realmente se está cayendo el cielo”, que prácticamente predijo un apocalipsis, pero indicó que para quienes puedan continuar "vamos a sentir que sobrevivimos a una plaga medieval. La carnicería y el hedor serán abrumadores".


Así es que llegamos al otoño, tradicionalmente la época de la renovación para los fieles de lo serio y sofisticado, para encontrar que el olor a muerte está suspendido en el aire. ¿Qué pasó? Por estas fechas del año pasado estábamos estudiando un botín casi increíble, una cosecha soberbia de películas de presupuesto medio que amenazaban con desbordar el calendario y abrumar a quienquiera que tratara, por amor o deber profesional o una combinación de ambas cosas, seguirles la pista a todas ellas.


¿Se recuerda? Llegaban semana tras semana —In the Valley of Elah, Eastern Promises, Into the Wild, Before de Devil Knows You're Dead, The Savages, I'm Not There, y así sucesivamente—, no todas grandes obras, pero la mayoría dignas de debate y consideración. Algunos nos quejamos de que había demasiadas, pero eso parecía el tipo de queja en el que sólo los críticos pueden ser lo suficientemente perversos como para darse ese gusto. Demasiadas películas interesantes sobre las que escribir. Pobres de nosotros.


Sin embargo, esa vergüenza de riquezas es una causa directa de la desolación actual. Se lanzó a esas cintas a un mercado brutalmente competitivo, un campo de batalla hobbesiano de cada uno contra todos. La competición puede ser saludable, pero en este caso las posibilidades de ganar parecían alargarse cada vez más conforme las victorias se hacían pírricas. En principio, una película de presupuesto medio es una forma de minimizar el riesgo financiero. Con algunas excepciones notables, como Miramax al final de la época de Weinstein, las divisiones especializadas han anunciado su ahorro y moderación, con frecuencia poniendo un tope a sus costos de producción de 10 millones de dólares, 15 millones de dólares ó 20 millones de dólares.


En comparación con los 100 millones de dólares que ahora gastan rutinariamente los grandes estudios en sus cintas de franquicia, no es mucho. Sin embargo, el esfuerzo para que salgan bien las cosas, incluso con una inversión modesta, frecuentemente se convierte en un ejercicio de tirar dinero malo después del bueno. Conformar un público para una cinta que no se capitaliza con el atractivo masivo de una marca cultural popular preexistente es una propuesta cara, y una gran apuesta.


Imagine —¿por qué no?— que es el jefe de una división especializada. Tiene una cinta encantadora, basada en una novela ganadora de algún premio, con un director estimado y un actor prodigiosamente talentoso con suficiente renombre para atraer el interés de los conocedores. Estrena su película un viernes de octubre en Nueva York y Los Angeles, con buenas críticas y venta total en un puñado de cines. Ahora, para convertir ese entusiasmo inicial en un éxito más amplio, se expande a más cines en más ciudades, comprando anuncios grandes con citas calurosísimas de los críticos.


Su objetivo en este punto es generar un impulso suficiente para permanecer en el juego hasta la temporada de premios, cuando una exhibición fuerte puede ayudar a que su peliculita cruce hacia las grandes cantidades de dinero. Sin embargo, esas codiciadas nominaciones no son sólo una plataforma para el éxito económico, también son una afirmación. A las perdedoras no las invitan al baile, así es que usted gasta como loco para parecer un ganador. Y si tiene dos o más películas para una posible competición, en un momento dado usted, debe tomar una cruel decisión.


Aun así, lo más probable es que duplique las apuestas con la esperanza de salir tablas. Y, aun si las campañas producen algún oro del Oscar, esa gloria no necesariamente va a cubrir el costo de obtenerlo. Y todo lo que tendrá para consolarse es la certeza de que estrenó una buena película en un momento en el que ya había demasiadas cintas buenas.


¿Ahora habrá menos? ¿Eso sería malo? ¿Menos significará mejor o sólo más de lo mismo? Estas preguntas tienen finalmente menos que ver con el negocio cinematográfico —que siempre cambia y siempre sigue igual— que con el ánimo del público. Todas estas estrategias de mercadotecnia, el poder de la marca y campañas publicitarias se resumen en un esfuerzo estruendoso y descuidado para intuir el deseo y la influencia en el comportamiento de los cinéfilos. Y el problema quizá no sea que haya demasiadas cintas, sino que nosotros somos demasiado pocos.

 

 

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