Dos Colombias: una en guerra y la otra en paz


Simon Romero / Bogota, Colombia


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Un renacimiento muy anunciado está ocurriendo en las ciudades más grandes de Colombia, y son pocos los lugares que lo capturan mejor que el Parque de la 93, una isla tranquila y verde de cafés en las aceras, donde los bogotanos escuchan jazz, prueban la cerveza de la casa o cenan langostinos cantábricos. Así es que es fácil imaginarse la sorpresa, hace unas semanas, cuando 300 personas desplazadas por los combates en el campo trataron de ocupar el parque en demanda de mayores beneficios.


Los refugiados que protestaban, incluidos unos 30 niños, sirvieron como un recordatorio de que, si bien la ciudad capital del país mira hacia un futuro brillante, no sucede lo mismo con el campo que la rodea. Ahí, en caseríos y selvas, Colombia sigue en guerra, como lo ha estado por generaciones.


Así es que, el ambiente plácido aquí resalta no tanto el futuro brillante de Colombia, sino la falta de conexión entre las ciudades en ascenso —Bogotá y Medellín, en particular— y sus áreas rurales, empantanadas en los horrores.


Quizá sólo en un país como este, donde la guerra de guerrillas y las contrainsurgencias brutales han persistido por décadas, semejante disfuncionalidad extrema podría parecer común.


Con la guerra tan endémica, algunos líderes rebeldes combaten su vida entera, incluso arreglándoselas para morir de vejez. Y, mientras los jueces en las ciudades emiten fallos en un español meticuloso, por el cual son famosos los colombianos, franjas enormes siguen un código totalmente diferente: un estado de ánimo hobbesiano conocido como "ley del monte", que se aplica también a muchas selvas sofocantes y sabanas tropicales de Colombia.


Hace apenas unos cuantos años, las ciudades más grandes del país también eran escenarios violentos del conflicto; había bombazos periódicos en la capital y un aterrador índice de asesinatos en Medellín, cuando los barones de la cocaína combatían contra la policía.


En esta década, en toda Colombia, ha habido un descenso en el nivel de la violencia extrema, no el suficiente para terminar el desplazamiento rural y el conflicto, pero sí para que alcaldes con imaginación restauren un sentido de seguridad en las dos ciudades más grandes.


Aquí, en Bogotá, y en Medellín han remodelado la vida con una fórmula que parece extraída de las páginas de los novelistas colombianos. Han modernizado el transporte público, han hecho brillar los parques, han construido vialidades para bicicletas. Un alcalde de Bogotá colocó más de 400 mimos en cruceros para burlarse de los infractores del reglamento de tránsito. En Medellín, un alcalde estableció una red de bibliotecas diseñadas en forma innovadora en las barriadas más pobres, interconectadas entre sí por medio de tranvías.


El resultado ha sido ciudades que ahora prosperan, son núcleos habitables que incluso tienen restaurantes que cobran precios parisinos a clientes cuyos choferes esperan en las camionetas todo terreno (blindadas, claro) estacionadas afuera.


Desde luego que hay secciones de ambas ciudades donde sobreviven grupos armados ilegales, y perros que olfatean bombas hacen guardia en los centros comerciales y hoteles.


Sin embargo, las ciudades parecen estar en un país diferente al de las áreas rurales, mismas que son el dominio de un conjunto vertiginoso de ejércitos privados, incluido el de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y los grupos paramilitares de derecha que han resurgido con nombres como Nueva Generación y Águilas Negras. Los colombianos explican el contraste con otra expresión: "ausencia del Estado".


"Esta 'ausencia del Estado' permite que Colombia sea un país de señores: el señor de la droga, el señor militar, el señor terrateniente", dijo Silvana Paternostro, quien escribió Mi guerra colombiana sobre la vida urbana y rural de su familia durante el conflicto. "Siempre se menospreció todo lo que fuera rural, se ignoró, y lo que estaba sucediendo era una larga lista de horrores. Sucedió a cielo abierto, en la nariz de todo el mundo, pero la capital estaba muy ocupada renovándose."


Entre los países grandes de América Latina, Colombia sólo iría a la zaga de Brasil en cuanto al grado de desigualdad económica, dijo Michael LaRosa, un especialista en Colombia en el Colegio Rhodes en Memphis, Tennessee. Y es en las áreas rurales donde la pobreza es más severa, lo que ayuda a montar el escenario para que los caudillos militares luchen por el control de los campos de coca.


Los ejércitos privados de derecha tuvieron fuerza en los años de 1990, en ocasiones como aliados de las fuerzas de seguridad en el combate respaldado por Estados Unidos contra los rebeldes de izquierda. Sin embargo, no pasó mucho para que evolucionaran, como los izquierdistas antes que ellos, para convertirse en traficantes de cocaína que gobiernan con el terror. En su caso, su método distintivo para asesinar era el descuartizamiento con serrucho.

 

Entre tanto, Manuel Marulanda estaba en la izquierda, el maestro de la táctica que lideró las FARC por más de cuatro décadas hasta su muerte por causas naturales en marzo pasado. Tuvo su primera probada de la guerra de guerrillas a finales de los 40 y en los 50, un período tan sangriento que se llegó a conocer simplemente como La Violencia después del asesinato de 200 mil personas.


En la actualidad, su organización aún retiene a 700 rehenes, incluso después del rescate dramático que el gobierno hizo el 15 de julio de cautivos prominentes, incluida la política francesa-colombiana Ingrid Betancourt.


Inmortalizado por el pintor Fernando Botero como un asesino voluminoso, aferrando un rifle, parado en el claro de un bosque, Marulanda acosó la Colombia urbana con su sed de guerra y sus hábitos campesinos. Las ciudades no significaban nada para él. "Marulanda no tenía noción de la vida urbana, ningún concepto de la atención de asuntos desde un palacio, si es que las FARC hacían realidad su sueño de hacerse con el poder", dijo Alfredo Molano, un columnista del periódico El Espectador.


Betancourt, a quien secuestraron hace seis años cuando estaba en campaña por la presidencia, capturó el espíritu del inframundo rural de Marulanda en cartas que envió a su madre el año pasado. Una, fechada el 4 de octubre de 2007, empieza: "Mañana lluviosa, como mi alma, selvas de Colombia".


"La vida aquí no es vida", escribió. "Es una pérdida sombría de tiempo. Vivo, o sobrevivo, en una hamaca colgada a unas estacas, cubierta con un mosquitero, y con una lona impermeabilizada encima que sirve de techo, lo que me permite pensar que tengo una casa. En cualquier momento, dan la orden de empacar, y uno duerme en cualquier agujero, colgando en cualquier sitio, como cualquier animal."


En julio pasado, la liberación de Betancourt permitió que los colombianos soñaran por un momento con que se podría acercar el final de su prolongada guerra; el ejército de Colombia, con su nueva confianza en sí mismo, ha estado penetrando en los bastiones en la selva de las FARC con muchísima más efectividad que en el pasado.


Sin embargo, sigue aumentando el cultivo de la coca. Los rebeldes aún plantan minas terrestres. Las bombas siguen explotando, como la del mes pasado que mató a siete personas en el pueblo remoto de Ituango. El conflicto sigue cambiando a zonas cada vez más remotas, y, aquí, en Bogotá, se inmiscuyen los recordatorios del mundo nefasto que existe fuera de las ciudades.


Una madre grita por un hijo aún cautivo sabrá Dios dónde. Un niño refugiado pide vivienda afuera de los cafés en las aceras. Y cuando eso sucede, podría parecer que los horrores finalmente se han entretejido en el tejido mismo de la ciudad.

 

 

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