Alexis da Costa Alexis Da Costa
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Después de Carlos Manzo

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Después de Carlos Manzo
Entropía- Alexis da Costa

Hay hechos que no solo estremecen, sino que nos obligan a detenernos. No porque queramos hacerlo, sino porque la realidad nos detiene por la fuerza. La muerte de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, es uno de esos momentos que cambian lo cotidiano de la política. Uno quisiera seguir hablando de estrategias, de planes, de gestiones, pero de pronto la conversación cambia de tono. Lo que queda es una sensación de vacío y una pregunta que todos, de algún modo, nos hacemos: ¿qué viene después?

No me refiero únicamente a la parte institucional. Esa continúa, con protocolos y reemplazos. Hablo de lo que ocurre por dentro, en la gente y en quienes gobiernan. En los equipos que al día siguiente deben volver a abrir la oficina, revisar pendientes y fingir normalidad, aunque algo dentro de ellos haya cambiado. Porque después de un suceso así, lo que queda en el aire es más que duelo: es una redefinición silenciosa del sentido de gobernar.

Carlos Manzo no era un político que se escondiera detrás de las formalidades. Tenía una forma de hacer política más parecida a la vieja idea del servidor público: el que sale, escucha, camina. Su manera de ejercer el poder no era distante ni ensayada. Era, más bien, la de alguien que entendía que la autoridad se gana estando presente.

No era un héroe ni un mártir. Era un hombre con convicciones que decidió mantener el rostro visible en un entorno donde la visibilidad se ha vuelto riesgo.

A lo largo de las últimas décadas, el país ha transitado por distintos modelos de liderazgo. Hubo un tiempo en que la figura del político era casi teatral: discursos impecables, trajes bien cortados, un aire de autoridad que se imponía sin diálogo. Era el tiempo del político de pedestal, del que hablaba desde arriba, del que sabía más que los demás. Después vino la era del cálculo, del mensaje medido, de las estrategias que redujeron la política a una serie de frases correctas y fotografías planificadas.

Pero hoy algo está cambiando. El ciudadano parece buscar otra cosa: no la perfección, sino la autenticidad. Quiere al político que se ensucia los zapatos, al que se equivoca pero responde, al que no niega el miedo pero actúa con él. En un país que ha aprendido a convivir con la incertidumbre, el valor —ese valor que antes se daba por sentado— se ha vuelto un lenguaje nuevo.

Por eso la figura de Manzo no deja indiferente. Representaba, sin proponérselo, la idea del político que rompe con la máscara. No el que pretende ser infalible, sino el que se muestra entero, con sus dudas, su carácter y su sentido de responsabilidad. Tal vez por eso conectaba con la gente: porque no hablaba desde la distancia, sino desde la experiencia compartida del que también teme y aun así sigue.

Y ahí surge la gran pregunta: ¿cómo gobierna alguien después de una figura así?
¿Cómo se ejerce la autoridad cuando el precedente inmediato es el de quien entendió el poder como cercanía y presencia?

No hay una respuesta fácil. Cualquier presidente municipal que asuma en circunstancias parecidas enfrenta un dilema silencioso: fajarse los pantalones y seguir con convicción, sabiendo los riesgos; o mantener la cabeza baja, hacer lo mejor posible sin sobresalir, evitando las tormentas. Ambas posturas tienen sentido, y ambas implican pérdidas. Pero una de ellas sostiene la esperanza, y la otra solo prolonga el miedo.

No se trata de exigir heroísmo, sino de entender que el liderazgo local tiene una dimensión moral que no puede evitarse. En cada municipio, los ciudadanos observan con lupa: quién se presenta, quién escucha, quién se atreve. No esperan perfección, pero sí coherencia. Y esa coherencia pasa por el coraje de no esconderse.

Como decía Hannah Arendt, “el poder pertenece a los que actúan juntos”. Quizá ahí esté el camino: no pensar el valor como una cualidad individual, sino como una energía compartida. El valor del alcalde, sí, pero también el de los vecinos que siguen organizándose, el de los servidores públicos que mantienen los servicios, el de la comunidad que no se paraliza. Porque cuando una ciudad entera se sostiene, el miedo pierde terreno.

Después de Carlos Manzo, lo que se necesita no es una imitación de su arrojo, sino una comprensión más profunda de lo que ese arrojo significaba. No era temeridad ni desafío, era coherencia con la función pública. Gobernar es decidir, y decidir implica riesgo. Cuando el miedo paraliza la política, la ciudadanía se queda sin referente.

Tal vez por eso, en las conversaciones cotidianas, en los cafés, en las plazas, se habla del “valor” con otra entonación. Ya no se trata solo de valentía física, sino de fortaleza interior. La gente respeta al que no se quiebra, al que da la cara, al que sigue. Porque en un entorno donde todo parece incierto, ese tipo de consistencia se vuelve una forma de esperanza.

Carlos Manzo deja un legado que no necesita monumentos. Su huella está en la conversación que abrió: la de cómo ejercer el poder sin desfigurarse. La de cómo ser autoridad sin dejar de ser persona.

Después de Carlos Manzo, lo que sigue es una política más consciente de sus límites, pero también más comprometida con su verdad. Una política que entienda que la seguridad absoluta no existe, pero la integridad sí. Que la autoridad no se mide por la distancia que impone, sino por la cercanía que mantiene.

Y quizá, al final, esa sea la enseñanza más profunda de todo esto: que el coraje también puede gobernar. Que la firmeza no está reñida con la prudencia. Que aún hay espacio para los liderazgos que se construyen desde la verdad y no desde la pose.

Porque, como bien decía Camus, “en medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible”.

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