Se nos olvidó que la política era un acto de fe.
No una guerra de puestos. No una pasarela de egos. No una función interminable de discursos vacíos.
Sino el intento, profundamente humano, de transformar lo común. De imaginar juntos lo que aún no existe.
No hablo de partidos, ni de colores, ni de slogans. Hablo de política en su forma más pura: esa que no se contenta con administrar lo existente, sino que nace de la urgencia de cambiarlo todo.
Recuerdo cuando leí a Nietzsche por primera vez. Fue como si alguien gritara. Que detrás de toda estructura, de toda ley, hay una voluntad. Y que esa voluntad —cuando es auténtica— no se rinde ante la inercia, sino que se impone como una fuerza creadora. La política, pensada así, no es gestión: es arte, es riesgo, es afirmación vital.
No me malentiendan, creo profundamente en la política. Pero no en la que se encierra en oficinas, ni en la que se reduce a campañas o discursos. Creo en la política que nace en la plaza. En la conversación entre vecinos. En el acuerdo que surge al calor del diálogo. En la mirada que se cruza entre quienes comparten una causa, un sueño, una esperanza.
Con esto recuerdo tambien cuando leí a Camus, con su Mito de Sísifo, un hombre empuja una piedra sin descanso. ¿No es esa, acaso, la imagen más exacta del servidor público que cree?
El que, aun sabiendo que el sistema está lleno de inercias, que el desgaste es brutal, que las traiciones son inevitables, sigue empujando la piedra aún sabiendo que caera de regreso. No por ingenuidad, sino por elección. Porque hay dignidad en el esfuerzo. Porque rendirse no es opción.
Es por eso que creo que la voluntad de transformar, de hacer comunidad, de construir un mundo más justo, sigue viva. A veces no se ve con claridad, pero está. Y creo que muchos, desde distintos espacios, la llevamos dentro. Hay quienes la ejercen desde la administración pública, otros desde la participación ciudadana, algunos más desde la palabra o la organización social. Todos, al final, empujando la misma piedra, cada uno desde su trinchera. Y al final lo que se enciende es voluntad. Voluntad de servir, de sumar, de transformar. De poner el talento personal al servicio del bien común. De construir gobiernos que escuchen, ciudadanos que propongan, comunidades que colaboren.
No escribo para señalar lo que falta, sino para recordar lo que aún tenemos.
La política puede ser otra cosa. Algo más grande, más noble, más digno.
La transparencia, la participación, la gestión honesta no son metas lejanas: son caminos. Caminos que se abren cuando hay voluntad real..
Hoy, más que nunca, necesitamos recordar por qué empezamos. Por qué seguimos. Por qué, incluso con todo en contra, aún creemos.
Y tal vez no tengamos todas las respuestas.
Pero si la pregunta sigue ardiendo dentro, eso ya es un principio.
Porque, como escribió Camus,
“el esfuerzo mismo hacia las alturas basta para llenar el corazón.”
Y yo, sinceramente, quiero volver a creer que vale la pena intentarlo.
Porque si dejamos de creer, ¿qué piedra podría seguir subiendo?