He llegado a pensar que la política, en el fondo, se mueve por la misma energía que mueve la vida: la esperanza. Puede sonar romántico, pero basta mirar alrededor para notarlo. La gente no se levanta a votar por un plan técnico ni por un discurso brillante. Lo hace porque, de alguna forma, siente que algo puede mejorar. Que todavía vale la pena creer.
Recuerdo mis días universitarios, cuando leí a Václav Havel, aquel escritor checo que después fue presidente. Decía que “la esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, pase lo que pase”. En ese entonces me pareció una frase elegante; hoy la entiendo distinto. La esperanza no es ingenuidad, es dirección. Es la brújula emocional que mantiene unido a un pueblo.
Pensemos en 2018. Más allá de ideologías, lo que llevó a millones de mexicanos a las urnas fue una emoción colectiva: ya no se podía seguir igual. La esperanza de cerrar una era política y comenzar otra era tan fuerte que se convirtió en mandato. La gente no votó solo por un candidato, sino por una idea de cambio posible.
Esa misma energía, aunque desde otro ángulo, se sintió en Michoacán con Carlos Manzo. Lo que dolió en Uruapan no fue únicamente su ausencia, sino la sensación de que se rompía una promesa: la de vivir con más seguridad, con más dignidad. Cuando la gente pierde la esperanza, no pierde una emoción: pierde el horizonte.
Recuerdo una vez haber leído a Albert Camus: “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo todo en el presente”. Y justo eso me recuerda que la esperanza no se sostiene con discursos, sino con acciones. Cada decisión pública, cada política implementada, cada gesto de cercanía o de escucha alimenta —o erosiona— la esperanza colectiva.
Por eso, cuando un pueblo vota, se manifiesta o confía, lo que está entregando no es solo su apoyo: está depositando su esperanza en manos del gobierno. Y ahí comienza la verdadera responsabilidad del poder.
El gobernante no solo debe administrar recursos o ejecutar obras; debe cuidar la esperanza. No manipularla, no prometer más de lo posible, sino cultivarla con hechos que den sentido. La esperanza, como una planta, necesita atención constante. Se marchita cuando se usa como adorno, pero florece cuando se respalda con resultados visibles.
He visto que la gente perdona errores, pero no perdona el abandono. Un gobierno puede equivocarse, pero si la ciudadanía percibe que hay intención genuina, que hay escucha y rumbo, la esperanza se mantiene. Lo que la destruye no es el fallo, sino la indiferencia.
El político que entiende eso sabe que su trabajo más grande no está en la propaganda ni en los discursos, sino en mantener viva esa chispa que mueve a la sociedad. Porque cuando la esperanza muere, la política deja de tener sentido.
Y también porque la esperanza es lo que hace que la gente se levante una vez más, incluso después de perder. La vimos en 2018 como impulso, y la vimos en Uruapan como herida. En ambos casos, fue el centro de todo.
Quizá por eso la mayor tarea de cualquier gobierno no sea ganar elecciones, sino sostener la esperanza de la gente en la vida pública. No alimentarla con ilusiones, sino con dignidad. No prometerle milagros, sino sentido.
Porque cuando un pueblo siente que su esperanza está en buenas manos, se organiza, se cuida y sigue.
Y cuando deja de sentirlo, busca otra dirección.
Al final, como decía Havel, no se trata de que todo salga bien, sino de que todo tenga sentido.
Y ese, creo, es el deber más alto de quien gobierna: hacer que la esperanza del pueblo tenga sentido todos los días.


