Alexis da Costa Alexis Da Costa
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Gobernar en crisis

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Gobernar en crisis
Gobernar en crisis

En tiempos difíciles, uno pensaría que lo sensato es actuar. Y sí, pero actuar no siempre significa moverse en cualquier dirección. A veces el verdadero desafío no está en hacer algo, sino en decidir qué sí cambiar y qué no. El punto no es rehacerlo todo ni aferrarse a lo que ya no sirve. El punto es discernir con humildad y con firmeza.

Lo he visto muchas veces: un gobierno entra en crisis, ya sea por errores propios o por factores externos, y la primera reacción es una de dos: o se atrinchera en su orgullo y niega que algo va mal, o entra en pánico y destruye todo, incluso lo que funcionaba. Ambas posturas tienen algo en común: el miedo. Miedo a aceptar errores, miedo a verse débil, miedo a reconocer que hubo fallas. Pero también hay ego, ese veneno sutil que hace que las decisiones se tomen con el hígado y no con la cabeza.

Maquiavelo decía que “un príncipe sabio debe saber imitar a los zorros y a los leones”. El león, por su fuerza; el zorro, por su astucia. Pero lo que no dice explícitamente es que debe saber cuándo ser uno y cuándo ser el otro. Hay momentos en los que se necesita fuerza para sostener lo que se ha construido con tanto esfuerzo; y otros en los que se requiere astucia para soltar lo que ya no sirve, sin que eso signifique perder la esencia del proyecto.

Platón, desde su república ideal, advertía que un buen gobernante debe tener el alma templada. Ni demasiado duro, ni demasiado blando. Eso exige carácter. Gobernar no es para quienes quieren quedar bien con todos, pero tampoco para quienes se aferran al poder como un fin en sí mismo. Gobernar es, en el fondo, saber rectificar a tiempo sin perder el rumbo.

¿Y cuál es ese rumbo? Aquí entra Cicerón, quien defendía que las repúblicas no debían fundarse sobre hombres, sino sobre principios. Cuando todo se tambalea, lo único que sostiene a una administración es aquello que no depende de nombres: la justicia, la ética, el respeto por la ley, la vocación de servicio. En medio de una tormenta, uno puede perder algunas velas del barco, pero jamás el timón.

Es natural sentirse tentado a rehacerlo todo cuando algo falla. Lo nuevo da la ilusión de control, de empezar de cero, de limpiar culpas. Pero destruir lo que todavía funciona puede ser más irresponsable que no mover nada. Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal como esa incapacidad de pensar, de cuestionarse. En el gobierno, esa banalidad puede traducirse en decisiones automáticas, reactivas, sin reflexión. Y en crisis, eso es casi suicida.

Por eso, en tiempos difíciles, no se trata de aparentar fuerza manteniendo lo que ya está roto, ni de pretender lucidez rompiendo todo para lucir moderno. Se trata de tener el coraje de cambiar lo que estorba, sí, pero también la sabiduría de sostener lo que da sentido.

Yo no creo en las recetas únicas, pero sí creo en una fórmula simple: menos ego, más humildad; menos show, más sustancia. Al final, la ciudadanía no espera gobiernos perfectos, pero sí espera gobiernos que sepan cuándo resistir y cuándo corregir el rumbo. Porque gobernar bien, sobre todo en la crisis, es encontrar ese delicado punto medio entre el cambio necesario y la permanencia justa.

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