A veces me gusta pensar que la política es como construir una casa: puedes tener las mejores ideas, los discursos más inspiradores y hasta los recursos suficientes, pero si no tienes una base sólida, todo se derrumba con el primer temblor. Y en política, los temblores llegan todos los días: una crisis, un rumor, una elección. La diferencia entre resistir o caer está en la estructura.
Hablo de estructura no como burocracia, sino como organización viva. Como la red que sostiene al político cuando ya no hay reflectores ni micrófonos, cuando lo único que queda es la gente que confía en él. Muchos gobiernos y proyectos fracasan porque se concentran en los escritorios del poder y olvidan lo esencial: el territorio. La calle, la colonia, la junta auxiliar. Ahí donde realmente se construye la legitimidad.
Decía Maquiavelo que “quien funda un Estado y no le da bases firmes, lo pierde”. Y tenía razón. En política, las bases no se improvisan: se planean, se cultivan y se defienden. No basta con tener operadores o coordinadores; se necesita tener comunidad. Y comunidad se construye con presencia, con diálogo, con cercanía real.
He visto a muchos políticos perder el rumbo porque su estructura se quedó en el círculo de confianza, en el chat de WhatsApp de los de siempre. Pero una estructura real no se puede quedar en un grupo de WhatsApp: se extiende, se multiplica, se mezcla con la vida cotidiana. Está en quien toca puertas, organiza, escucha y traduce las decisiones del poder a un lenguaje que la gente entienda y sienta suyo.
Como decía Ortega y Gasset, “yo soy yo y mi circunstancia”. En política, el “yo” es la dirigencia y la “circunstancia” es la estructura que la rodea. Un liderazgo sin estructura es un liderazgo sin contexto, y por tanto, sin futuro. Puedes tener carisma, pero si no tienes red, te apagas. Puedes tener discurso, pero si no tienes base, se diluye.
Lo he visto una y otra vez: cuando hay estructura, hay rumbo. La estructura es la columna vertebral que permite sostener los proyectos cuando todo lo demás falla. Es la que mantiene viva la comunicación entre las decisiones del centro y las necesidades de la periferia. Y en tiempos de crisis, es la que convierte la lealtad en acción.
No hablo de estructuras clientelares ni de simulaciones políticas. Hablo de organización genuina, de participación, de construir puentes donde otros levantan muros. Porque el verdadero arte del poder no es concentrarlo, sino distribuirlo. Y eso solo se logra con estructura.
A veces incluso pienso que en las juntas auxiliares está el verdadero termómetro del poder. No en los informes ni en las conferencias, sino en las calles donde la gente todavía espera ser escuchada. Si un gobierno o un proyecto político no logra llegar ahí, entonces no tiene cimientos; tiene solo fachada.
Por eso insisto: la estructura no es un tema técnico, es un acto de visión. Es entender que el poder no se sostiene desde arriba, sino desde abajo. Que las bases no se inventan, se acompañan. Que no hay liderazgo sin territorio.
Construir estructura es construir futuro. Y como decía Gramsci, “instruirse porque necesitaremos toda nuestra inteligencia, agitarse porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo y organizarse porque necesitaremos toda nuestra fuerza”. En eso consiste la política real: en tener fuerza organizada para transformar la realidad, no solo para administrarla.
No se trata solo de discursos ni de apariencias. Se trata de construir algo que resista el tiempo, que llegue a cada calle, cada colonia, cada junta auxiliar. Una estructura política sólida no es un lujo: es la diferencia entre transformar la realidad o simplemente sobrevivir a ella. Si queremos gobiernos capaces, proyectos que no se desvanezcan con la primera crisis y liderazgo que deje huella, debemos empezar por ahí: por organizar, por conectar, por no temer al terreno donde se juega de verdad la política. Porque el poder que no baja a las calles, pronto se queda sin base.

