Hace unos días, mientras caminaba por el centro, vi a un vecino que todos conocemos colocando flores en la jardinera frente a su casa. Nadie se lo pidió, nadie lo supervisó, no salió en las noticias. Pero esa pequeña acción cambió el rostro de la cuadra. Y pensé: ¿cuántas veces confundimos lo público con lo lejano, con oficinas, con trámites y sellos, cuando en realidad comienza en lo que hacemos todos los días?
A veces creemos que ciudadanía es solo votar cada tres o seis años. Sin embargo, la verdad es que se construye en las rutinas: en barrer la banqueta, en no tirar basura, en detenerse un segundo para escuchar al vecino que necesita ayuda. Como decía Aristóteles, “somos animales políticos”, no porque todos debamos ser candidatos, sino porque la vida en común nos exige hacernos cargo de lo compartido.
Me gusta pensar que lo público no empieza en los Ayuntamientos, sino en la esquina de la calle. Porque esa esquina, con sus problemas y soluciones, dice más de nuestra capacidad de organizarnos que cualquier discurso. El banco de piedra donde conversan los abuelos, la cancha donde juegan los niños, la tiendita que está pendiente de la cuadra: ahí está la raíz de la comunidad.
Quizá lo que más necesitamos no son héroes individuales ni grandes planes que nunca llegan a cumplirse, sino aprender a reconocer el poder de lo cotidiano. Aceptar que cuando un vecino cuida la jardinera, cuando otro pinta la barda, y alguien más ayuda a cargar la despensa, ya estamos construyendo un lugar distinto.
Como decía Galeano: “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Aquí aplicaría: mucha gente cercana, en lugares cercanos, haciendo cosas cotidianas, puede cambiar nuestra ciudad. Y al final, eso no es poca cosa.