Hace poco me tocó estar en una reunión vecinal. No había micrófonos ni escenario, solo un grupo de sillas en círculo. Lo interesante no fueron las quejas, sino las propuestas: alguien sugirió turnos para vigilar la calle, otro propuso hacer un fondo común para arreglar una fuga, y hasta los más callados terminaron opinando. Al final, todos salimos con la sensación de que algo se movía.
Y pensé en lo que decía Habermas: la democracia vive en el espacio público de la conversación. No es un discurso complicado: es simplemente reconocer que, cuando hablamos y nos escuchamos, pasan cosas. La voz ciudadana no es ruido: es brújula.
Lo he visto en más de una comunidad. Donde hay diálogo, las soluciones llegan más rápido. Una señora que levanta la voz porque hace falta alumbrado consigue que se repare antes. Un grupo que pide talleres para jóvenes logra abrir un espacio de formación. Y no es magia: es organización.
Claro, hablar también exige valentía. Porque a veces da miedo expresar lo que pensamos, o creemos que no servirá de nada. Pero como decía John Stuart Mill: toda mejora social comienza con alguien que se atreve a disentir. Y sí, atreverse a opinar es sembrar futuro.
Lo que me gusta de estas experiencias es que recuerdan algo sencillo: el poder no está solo en oficinas de gobierno o en escritorios llenos de papeles. El poder real está en la gente que se organiza, que se escucha y que se compromete con su propia calle, su colonia, su comunidad.
Por eso creo que callar nunca es opción. Porque cuando hablamos, cuando pedimos, cuando proponemos, también estamos diciendo: “me importa lo que pasa aquí”. Y ese simple gesto cambia todo: cambia la manera en que nos ven, cambia lo que se decide, cambia incluso cómo nos sentimos en el lugar donde vivimos. Al final, lo que nos salva no son las voces solitarias, sino el coro de una comunidad que se atreve a participar. Una sola voz puede encender la chispa, pero son muchas voces juntas las que encienden la hoguera del cambio.