Hace poco me puse a pensar en lo fácil que se ha vuelto decir cualquier cosa sin dar la cara. Basta con abrir una cuenta en redes, ponerle un nombre inventado, una foto que no dice nada, y ya está: uno puede lanzar una opinión, una acusación, un juicio… sin asumir ninguna consecuencia.
En estos años que llevo escribiendo columnas me ha tocado escribir textos que no siempre caen bien. Algunos han incomodado a ciertos grupos, otros han provocado reclamos fuertes, y sí… también ha habido momentos en que esas palabras trajeron amenazas y a pesar de eso, siempre he sentido que si uno va a escribir, tiene que hacerse cargo, que no se trata solo de soltar ideas, sino de sostenerlas, de asumir lo que provocan, aunque eso a veces incomode o duela.
Para mí, dar la cara por lo que uno piensa es parte esencial del oficio, pero también, me atrevo a decir, parte esencial de la vida en comunidad.
Hoy parece que el anonimato ha reemplazado a la conversación.
Y lo que más me inquieta no es solo que se publique cualquier cosa, sino que muchas personas ya no distinguen entre una opinión fundamentada y una ocurrencia lanzada desde la comodidad del anonimato.
Las redes se han llenado de juicios sin rostro. Y lo que antes requería argumentos, experiencia o al menos una mínima responsabilidad, ahora se reduce a frases impulsivas, a veces violentas, casi siempre sin contexto.
No quiero sonar como si me quejara de que la gente opine. Al contrario, creo profundamente en la libertad de expresión. Pero esa libertad, como toda libertad verdadera, necesita también de límites éticos. No límites impuestos desde fuera, sino desde dentro: el compromiso de hacerse cargo de lo que uno dice, aunque eso incomode, aunque cueste. Y eso es lo que más extraño: el rostro detrás de las palabras.
Me parece curioso que estemos en una época donde más que nunca se escribe, se graba, se publica y sin embargo, menos que nunca se asume lo que se dice. En estos días he visto cómo se desata una tormenta contra alguien, a veces por un rumor, a veces por una mentira descarada, y nadie sabe quién lo inició. Nadie responde. Solo quedan los daños.
Yo no escribo para tener la razón, ni para quedar bien con todo el mundo. Escribo porque creo que las ideas pueden mover cosas, provocar dudas, abrir espacios. Y si en ese camino hay quien se molesta, bueno… uno respira hondo y enfrenta lo que venga. A veces no es fácil, pero es parte del oficio. Lo que no me parece justo —ni sano— es que hoy cualquiera pueda incendiar una conversación y desaparecer al instante, como si las palabras no tuvieran consecuencias.
Así que, si algo puedo decirte desde esta mesa donde imagino que charlamos con un café de por medio, es esto: no creas todo lo que circula solo porque se comparte muchas veces.
Pregúntate quién está detrás, si ese texto tiene voz o solo ruido. Y cuando encuentres a alguien que se atreva a hablar con nombre y apellido, que sostenga lo que dice aunque incomode, escúchalo. No porque siempre tenga la razón, sino porque al menos está dispuesto a hacerse cargo de sus palabras. Y eso, hoy, ya es bastante.