Últimamente pienso que la política se nos está volviendo un campo de batalla sin rostro.
Antes, si alguien tenía algo que decir, lo decía. A veces en voz baja, es cierto, entre pasillos, en lo oscurito —como diríamos acá—. Los viejos lobos de la política, los Fouché, los Kissinger, movían piezas desde la discreción, muchas veces desde la sombra… pero tenían rostro. Sabías quién era quién, incluso si no los veías en público. El poder se ejercía en silencio, pero había estructura, había cierta lógica, incluso si era perversa.
Ahora no. Ahora la guerra se juega a gritos y sin cara.
Basta con tener un perfil falso, una foto inventada, y ganas de ensuciar.
Se acabaron los argumentos, ahora mandan los rumores. Se acabó el debate, ahora impera la consigna. Y todos contra todos, sin piedad y sin responsabilidad.
Yo no digo que la política de antes haya sido pura.
Para nada.
Pero al menos existía la figura del adversario con nombre. El que pensaba distinto, el que te enfrentaba en un pleno, en una tribuna, en un artículo.
Hoy te enfrenta una cuenta con un nombre absurdo, una nota sin firma, un video editado que nadie sabe quién subió… pero que todos comparten.
Lo que más me duele no es el ataque. Es el nivel.
Cómo se ha degradado la discusión. Cómo todo se ha vuelto inmediato, visceral, carente de profundidad. Una política donde importa más el escándalo que el argumento, más la descalificación que la propuesta.
Y no digo esto desde un pedestal. A mí también me ha tocado estar en medio del ruido, recibir críticas —a veces justas, a veces francamente absurdas—. Pero cuando uno da la cara, cuando uno firma lo que piensa, al menos sabe que está construyendo desde algún lugar. Que hay una intención detrás, no solo ganas de golpear.
Como decía Nietzsche: “quien con monstruos lucha debe tener cuidado de no convertirse en uno”. Y eso me lo repito mucho últimamente, porque las redes y la política nos están empujando justo hacia ahí: a responder con más odio, con más ataque, con más anonimato.
Yo sigo creyendo que la política puede ser otra cosa.
Que aún en medio de las diferencias se puede debatir con argumentos, con respeto, con nombre.
Que no todo está perdido si elegimos no sumarnos al lodo.
Así que este texto es una manera de decir: no normalicemos el ruido.
No demos por hecho que así debe ser. Y si algún día nos toca disentir —que seguramente pasará— hagámoslo como se debe: con rostro, con voz y con responsabilidad.
Porque al final, cuando todo pasa y todo se borra, lo único que queda es eso: cómo enfrentamos al otro, incluso cuando no pensaba como nosotros.