Alexis da Costa Alexis Da Costa
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Vale la pena vivir aquí

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Vale la pena vivir aquí
Vale la pena vivir aquí

Mientras escribía el capítulo ocho de un libro que pronto saldrá a la luz —Tratado de la Esperanza— me encontré con una frase que no pude soltar: gobernar es lograr que la gente sienta que vale la pena vivir aquí. La anoté casi sin pensar, pero con el paso de los días me di cuenta de que, en el fondo, ahí estaba todo. Todo lo que quiero decir. Todo lo que creo.

Y es que a veces la política se olvida de hacerse esa pregunta. O peor aún, las responde sola, sin escuchar a nadie. Se hacen planes, presupuestos, evaluaciones, pero ¿alguien realmente se detiene a preguntar si la gente siente que vivir en su calle, en su colonia, en su municipio, en su estado o en su país, vale la pena?

Yo creo que esa debería ser la primera pregunta antes de cualquier decisión pública. Porque si no vale la pena vivir aquí —si lo que domina es la inseguridad, el abandono, la falta de oportunidades o la indiferencia— entonces todo lo demás es solo maquillaje.

Y no hablo de grandes discursos ni de ideas bonitas. Hablo de lo cotidiano. De lo que se respira en el ambiente. ¿Siento que puedo caminar con tranquilidad? ¿Que mis hijos tendrán una buena escuela cerca de casa? ¿Que si estoy enfermo habrá una clínica que me atienda con respeto? ¿Que no me voy a quedar solo si algo malo me pasa?

Muchos jóvenes hoy no sueñan con construir una vida en su ciudad. No porque no quieran, sino porque sienten que ese municipio, estado o país no los ve. Que no les ofrece nada. Que tienen que irse lejos para tener un poco de paz, un poco de dignidad. Y eso duele. Porque uno no debería tener que huir para poder vivir.

Entonces me pregunto: ¿por qué hay lugares donde sí parece valer la pena vivir? ¿Qué hacen distinto? La respuesta no siempre está en las grandes obras ni en las cifras espectaculares. A veces es simplemente que allá hay gobiernos que escuchan, que acompañan, que están cerca. Que entienden las costumbres de su gente, que respetan su forma de vida, que hacen sentir a la comunidad que su voz importa.

Gobernar bien no es solo administrar. Es mirar a los ojos. Es saber que detrás de cada decisión hay personas que sienten, que esperan, que confían. Y también que se cansan. Que se hartan. Que se van.

Yo creo que todo gobernante debería, de vez en cuando, salir de su oficina, sentarse en una banca o en una fonda, y simplemente escuchar. Escuchar de verdad. Porque ahí, en esa conversación sencilla, se encuentra la respuesta a la pregunta más importante: ¿vale la pena vivir aquí?

Y si la respuesta es no, entonces hay que actuar. Pero no desde la arrogancia ni desde el cálculo político. Hay que actuar desde el compromiso real de transformar la vida cotidiana de la gente. De hacerla más segura, más digna, más justa.

La esperanza no se impone. Se construye. Se cuida. Se contagia. Y cuando un pueblo empieza a sentir que vale la pena vivir donde está, todo cambia. La confianza vuelve. Las ganas de participar regresan. La comunidad se fortalece.

Esa es, para mí, la meta de cualquier política que valga la pena. No llenar informes, no ganar likes, no presumir logros. Sino lograr, poco a poco, que cada vez más personas puedan decir, con el corazón tranquilo: sí, vale la pena vivir aquí.

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