Hace poco leía a Alexis de Tocqueville y recordaba su frase: “el pueblo que aprende a asociarse se vuelve invencible”. Y pensaba cuánto sentido tiene en nuestra realidad actual. Porque si algo nos ha enseñado la política mexicana de los últimos años es que cuando las decisiones se toman solo desde las cúpulas, la sociedad queda al margen y lo que se construye es frágil, casi de cristal.
La diferencia está en la participación. Y no hablo únicamente de votar cada cierto tiempo, sino de involucrarse en lo que ocurre en la calle, en la colonia, en la junta auxiliar. Cuando los vecinos se organizan para crear un comité de vigilancia, para gestionar servicios o para mantener viva una tradición, ocurre algo extraordinario: el poder se redistribuye. Deja de ser exclusivo de los partidos y los gobiernos, y empieza a habitar en la vida cotidiana.
Lo decía Habermas: la democracia no se mide solo en instituciones, sino en la capacidad de la sociedad de dialogar y exigir. Cuando las personas conversan, acuerdan y actúan juntas, el espacio público deja de ser territorio de unos cuantos. Se convierte en un lugar vivo, donde cada quien tiene voz y responsabilidad.
Y aquí hay un punto clave: un gobierno que no escucha a sus ciudadanos se condena a aislarse. No importa si hablamos de un municipio pequeño, un estado o la federación. Cuando las decisiones se toman sin consultar a la gente, sin organismos auxiliares, sin la voz de los barrios y colonias, lo que se construye carece de legitimidad. Los comités vecinales, los consejos ciudadanos, los grupos de participación no son adornos burocráticos: son herramientas para analizar políticas públicas, para anticipar problemas, incluso para desahogar el hartazgo que tarde o temprano se acumula si no hay canales de diálogo.
Un presidente municipal, por ejemplo, puede pensar que instalar una mesa de trabajo es solo un trámite. Pero en realidad está abriendo una válvula de escape, está evitando que la frustración se convierta en enojo social. Además, cuando un gobierno invita a participar, gana algo que no se compra con publicidad: legitimidad. Las decisiones que pasan por los ciudadanos, aunque no sean perfectas, pesan distinto, porque llevan la huella de lo colectivo.
He visto cómo una comunidad organizada puede transformar su entorno: una calle cuidada por sus propios vecinos es más segura que la mejor patrulla; una junta auxiliar con comités activos logra más que mil discursos; una colonia donde se conversa a diario tiene más futuro que aquella donde reina el silencio.
Cicerón decía que “la salud de la república está en el ánimo de los ciudadanos”. Y si lo traemos a nuestros días, podríamos decir: la salud de un gobierno está en su capacidad de abrir las puertas, de escuchar y de dar espacio a la voz ciudadana.
Por eso creo que nuestra mayor tarea no es solo exigir a los gobiernos mejores políticas, sino atrevernos a participar, a sumar, a organizarnos. No basta con observar, necesitamos involucrarnos. Cuando lo hacemos, la realidad deja de ser algo que otros deciden y empieza a ser un terreno que construimos juntos.
Al final, el poder ciudadano no está en gritar más fuerte ni en marchar cada semana, sino en permanecer, en ser constantes, en tejer comunidad. Porque cuando la gente se asume como pieza clave, y cuando un gobierno sabe escucharla y apoyarse en ella, la política deja de ser un juego de cúpulas y se convierte en lo que debería ser: la construcción diaria de un futuro compartido