Opinión


Pedro Gutiérrez


A PROPÓSITO DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA


Este jueves tendremos oportunidad de conmemorar el 98 aniversario del inicio de la revolución mexicana. Conste que dije conmemorar y no precisamente festejar, pues en el primero de los casos el vocablo significa el acto de recordar y, en el segundo, la palabra evoca una celebración. Y en el caso mexicano no cabe duda que nuestra revolución implica muchas cosas, pero no precisamente un festejo o celebración.


La revolución comenzó en 1910 como una lucha democrática impulsada por un gran hombre: don Francisco Ignacio Madero. Ignacio y no Indalecio, diría el entrañable maestro y amigo Nacho González Molina en sus cátedras de historia nacional. El primer gobierno democrático del siglo XX en México duró poco e incluso fue, como lo hemos dicho en alguna columna anterior, un gobierno dividido: Madero como jefe del Ejecutivo y, por otro lado, un Congreso opositor que tuvo en el denominado cuadrilátero  a diputados verdaderamente republicanos. El golpe de Estado de Victoriano Huerta dio al traste con el régimen maderista y luego el país se convulsionó y pulverizó en una guerra civil tan lamentable como intestina.


El país se dividió casi en la misma magnitud como sucedió en el siglo decimonónico: apareció en escena Emiliano Zapata, Doroteo Arango y Venustiano Carranza. En el primero de los casos, es decir con Zapata, se proclamó el apotegma Tierra y Libertad, mismo que hoy sabemos tiene raíces claramente católicas en los años finales del concitado siglo XIX. En el segundo de los casos no hay mucho que decir: Francisco Villa no fue más que un efímero episodio que sólo sirve para que los mexicanos de hoy presuman que alguna vez un paisano invadió una franja del territorio americano. Por último, Venustiano Carranza viene a consumar la mayor de las contradicciones de la etapa revolucionaria: lideraba en un principio el ejército constitucionalista que, como su nombre lo dice, tenía por objeto defender y preservar el orden constitucional de 1857. Poco después Carranza promulgó en 1916 el Plan de Guadalupe por el que se proclama la inobservancia de la Constitución del 1857 y se convoca al Congreso Constituyente para elaborar la Ley Fundamental de 1917.


Con la nueva Constitución como documento jurídico que incorporó sendos derechos sociales  en materia laboral y agraria se acabó formalmente la Revolución Mexicana, aunque las luchas oprobiosas entre varios caudillos y la sangre no dejaron de correr a lo largo del país. La Constitución que en su origen no prohibió la reelección inmediata de los poderes ejecutivo y legislativo tuvo que ser reformada en la década siguiente para catalizar los intereses bastardos de muchos generales que se creían herederos legítimos de la revolución y aspiraban llegar al poder costara lo que costara. Entonces se proscribió la reelección inmediata para repartir mejor el pastel entre los revolucionarios. Fue así como apareció en el escenario el inefable Plutarco Elías Calles, quien dio cuenta de Álvaro Obregón comenzando la era del maximato y creando en 1929 el Partido Nacional Revolucionario, padre del ulterior Partido de la Revolución Mexicana de 1938 y abuelo del Partido Revolucionario Institucional de 1946.


Así como el significado de las siglas del PRI son de suyo contradictorias – ¿se ha visto alguna vez una revolución institucionalizada?-, la misma revolución también comenzó a dar visos de enormes contradicciones. De las mismas siglas de la agencia de colocaciones llamado PRI salieron presidentes que impulsaron la educación socialista, expropiación petrolera y destazamiento de las tierras bajo el sambenito de la reforma agraria como Lázaro Cárdenas, que el impulso del capitalismo salvaje y la institucionalización de la corrupción con hombres como Miguel Alemán Valdés. Hago propias las palabras de otro Presidente de la Revolución, Adolfo López Mateos, citado por el caricaturista Calderón en el diario Reforma del domingo pasado: “La Revolución Mexicana es la revolución perfecta porque al rico lo hizo pobre, al pobre lo hizo pendejo, al pendejo lo hizo político y al político lo hizo rico”. Y así fue, sin más palabras. Es más, lo dijo un icono del sistema político mexicano como lo fue Adolfo el joven –por hacer un contraste con Adolfo el viejo, personificado por Adolfo Ruiz Cortines-. En todo caso yo diría que la revolución entronizó a una clase política pseudorevolucionaria que se hizo rica al amparo del pueblo de México y sustituyó a los latifundistas porfirianos, clase política que manipuló a los mexicanos para perpetuarse en el poder sin importarle si la pobreza continuaba y en el peor de los casos se acendraba. La democracia fue inexistente en todo el siglo pasado y uno de los pocos respiros de libertad y democracia fue la fundación del Partido Acción Nacional en 1939.

 

Como se puede observar, apreciable lector, no hay mucho que festejar este año que se conmemora el preludio del centenario de la revolución mexicana. El régimen que emanó de ella se ha servido de la misma para corifear supuestos avances que nunca cuajaron. Y Puebla no es la excepción: los últimos sexenios priístas han sido el mejor ejemplo de las lúcidas palabras de López Mateos: los pendejos se han vuelto políticos y los políticos se han hecho ricos. Preciosa verdad. Ni duda cabe.

 

PEDRO ALBERTO GUTIÉRREZ VARELA

Miembro del Comité Directivo Estatal del PAN

pedroalbertogtz@gmail.com

 



 
 

 

 
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