La cocaína es el sostén de la guerra rural en Colombia


Simon Romero


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A la par de los éxitos de Colombia en el combate a rebeldes de izquierda en este año, ciudades como Medellín han tenido una recuperación notable. Y en los distritos de clase alta de Bogotá, la capital, casi es posible olvidar que el país sigue empantanado en una guerra sumamente compleja que ha ardido durante cuatro décadas.


Sin embargo, es una historia diferente en las montañas del departamento de Nariño. Aquí, y en otras partes de grandes tramos del campo, la violencia y el miedo siguen sin cesar, poniendo de relieve la dificultad de acabar con una guerra alimentada por el narcotráfico, mismo que está demostrando su inmunidad a los esfuerzos financiados por Estados Unidos para detenerlo.


El cultivo de coca en aumento constante, las desapariciones forzadas, los asesinatos, el desplazamiento de familias y la colocación de minas terrestres persisten empecinadamente, los sellos distintivos de un conflicto en tierras remotas que amenaza con prolongarse por años, incluso sin lo que en otra época fueron espectaculares acciones de guerrilleros en las grandes ciudades de Colombia.


Para quienes están atrapados en el fuego cruzado, pareciera que hablar de llegar a las etapas finales de la guerra es algo decididamente prematuro, con todo y las muertes en este año de varios líderes importantes de la guerrilla, la deserción de cientos de rebeldes cada mes y el rescate de rehenes valiosos como la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt.


“Los grupos armados son como el paludismo, evolucionan para resistir la erradicación y matan de manera eficiente”, dijo Antonio Navarro Wolf, el gobernador de Nariño y exguerrillero del extinto grupo M-19, en una entrevista. “En cualquier caso, Nariño demuestra que los guerrilleros pudieron haber perdido su oportunidad de alcanzar la victoria, mas no su capacidad de causar sufrimiento”.


Hoy día, una vertiginosa diversidad de grupos armados domina las tierras agrícolas de Nariño. Entre ellos están no solamente guerrilleros de izquierda de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC, sino también, milicias conservadoras que operan con nombres como Águilas Negras o Fuerzas de Autodefensa Campesina de Nariño.


Su presencia refleja la naturaleza simbiótica de los grupos armados y el narcotráfico, cada uno de los cuales extrae fuerza del otro.


En Nariño, flanqueado por el océano Pacífico en el oeste y por Ecuador al sur, por casi una década, los cultivadores de coca han evitado diestramente las campañas de fumigación mediante la reorganización de granjas de tamaño industrial en parcelas más pequeñas, cuya localización y fumigación desde el aire es una tarea mucho más difícil. A estos lugares se les cobra un impuesto y reciben la protección de fuerzas de los varios flancos del conflicto.


La Organización de las Naciones Unidas informó en junio que el cultivo de coca en Colombia registró un aumento de 27 por ciento en 2007, llegando a 99 mil hectáreas, lo cual marca el primer aumento considerable en cuatro años. Nariño registró el mayor incremento de cualquier departamento colombiano o distrito administrativo, un aumento de 30 por ciento, a 20 mil 259 hectáreas.


La expansión ha permitido que Colombia se mantenga —y por mucho— como el mayor productor de coca en el mundo.
De manera similar, ha convertido el conflicto impulsado por las drogas en un virus, resistente y adaptable, en grandes bolsones del país, con aumentos de dos dígitos en el cultivo de coca en al menos otros tres departamentos: Putumayo, Meta y Antioquia. En Nariño, casi cada semana, funcionarios gubernamentales, dirigentes de la Iglesia católica o trabajadores de ayuda humanitaria informan de acciones por parte de los rebeldes o grupos paramilitares.


En la última semana de junio, una columna de las FARC que se hace llamar Mariscal Sucre, una de sus tres unidades activas en el área, asesinó a cuatro profesores en áreas remotas de la provincia. Los rebeldes alegaron que los maestros, asignados en fechas recientes a escuelas alejadas por funcionarios de la Iglesia católica, eran informantes del ejército.


Apenas unas cuantas semanas antes, en abril, las FARC cortaron el suministro de electricidad de 300 mil habitantes a lo largo de la costa del Pacífico, con un ataque contra una estación hidroeléctrica.


En todo el país, las FARC siguen cobrando entre 200 y 300 millones de dólares anuales mediante la imposición de impuestos a cultivadores de coca y la coordinación de las redes de tráfico de cocaína, según Bruce Bagley, especialista en la guerra andina en contra de las drogas y quien dicta cátedra en la Universidad de Miami.


Eso equivale a una reducción respecto de los 500 millones de dólares registrados previamente en esta década, dijo Bagley, pero aún es suficiente para financiar a las FARC tras recientes deserciones y muertes que han reducido sus filas, de aproximadamente 17 mil a 9 mil elementos.


De manera similar, aun cuando ha disminuido el porcentaje del tráfico de cocaína de las FARC, la participación de Colombia en la producción mundial de cocaína se ha mantenido estable, en aproximadamente 60 por ciento. Esto significa que hay oportunidades para nuevos participantes, como el resurgimiento de milicias y bandas armadas de menor tamaño, que tomarían el lugar de los cárteles desarticulados.


“Ganar unas cuantas batallas no equivale a ganar una guerra”, destacó Bagley. “Las FARC y otros grupos sobrevivirán mientras existan refugios seguros, flujo de dinero, así como regiones extensas y remotas, desconectadas de la economía en general”.


Una de esas áreas es El Rosario, una municipalidad a tres horas de Pasto (la capital de Nariño) si se conduce en un vehículo todo terreno por los caminos que serpentean el espinazo de los Andes.


Hace una década, la coca era un cultivo poco común en la zona, dijeron campesinos de El Rosario. Luego, las campañas de erradicación del Plan Colombia, el esfuerzo de contrainsurgencia y contra el narcotráfico de cinco mil millones de dólares financiado por Estados Unidos, obligaron a que el cultivo de la coca emigrara a esta localidad desde otras partes del país.


Para ellos, la campaña de erradicación simplemente ha empujado a la coca —y los grupos que se alimentan de ella— a partes cada vez más aisladas del país. Ahora que la coca se ha convertido también en su forma de ganarse la vida, los campesinos están determinados a aferrarse a ella.


En un lugar remoto, Liborio Rodríguez mantiene un cultivo de coca en una parcela reducida en una ladera, que ha estado sujeta a fumigación aérea y campañas directas de erradicación en los últimos años.


“Sé que nada es eterno, pero no me voy a ir de estas tierras”, dijo Rodríguez de 41 años, mientras él y media docena de jornaleros cortaban hojas de arbustos de coca, bajo el sol ardiente, haciendo pausas para beber chicha, una bebida alcohólica hecha de maíz. “Después de todo lo que hemos pasado, creo que podemos sobrevivir aquí”.


De cara al incremento inesperado en el cultivo de la coca en Nariño y otras áreas, funcionarios colombianos se consuelan con las conclusiones de las Naciones Unidas en cuanto a que se cree que la producción de cocaína en el país se mantuvo estable en 2007, en cerca de 600 toneladas métricas.


Y dicen que el cultivo pudo haber rebasado las 220 mil hectáreas medidas el año pasado, de no ser por la fumigación aérea y la campaña de erradicación manual, en combinación con lo mucho que se ha avanzado en interceptar embarques de cocaína, así como con las victorias militares contra las FARC en diversos reductos rurales.


No obstante, aun cuando son prometedores los niveles de destrucción, el crecimiento del cultivo de la coca también promete a las FARC y los grupos rivales nuevas oportunidades para obtener ganancias del comercio de la cocaína.


Las Águilas Negras, un grupo paramilitar, han aterrado de tal forma a los habitantes de El Rosario, que apenas si pueden pronunciar su nombre cuando hablan de cómo los extorsiona con pagos mensuales.


En otras partes de Nariño, los habitantes reportan en forma similar que los grupos paramilitares están prosperando, a pesar de los esfuerzos gubernamentales por desmovilizar a más de 30 mil combatientes en los últimos años.


Estas milicias han desplazado a la fuerza a los habitantes de pueblos cercanos a la costa del Pacífico, según testimonios recopilados por trabajadores de ayuda humanitaria, debido a las luchas por el control de las rutas del contrabando de cocaína entre grupos paramilitares, guerrilleros y bandas de narcotráfico en pequeña escala.


Codhes, un organismo de derechos humanos muy importante, dijo que el total de los desplazamientos en el país dio un salto de 38 por ciento en el último año, a más de 300 mil personas, y Nariño ha surgido como “el centro de la crisis humanitaria de Colombia”, dijo Jorge Rojas, el director.


Organizaciones aparentemente marginales persisten en bolsones de desamparo rural. Otro grupo rebelde de izquierda, el Ejército de Liberación Nacional o ELN, tiene al menos 100 combatientes en el área, dijeron funcionarios locales y trabajadores de ayuda humanitaria.


Un rival de las FARC, cuyas filas se han diezmado enormemente en los últimos años, el ELN evita por lo general involucrarse en el tráfico de cocaína. Sin embargo, sus riquezas son tan tentadoras, dicen líderes comunitarios, que los Comuneros del Sur, una columna ruda de la organización en Nariño, se han asegurado la oportunidad de éxito financiándose por medio de acuerdos con el narcotráfico.


En junio, tres muchachos del grupo indígena awá caminaron por un campo minado por las FARC, dijeron líderes de la comunidad. Los muchachos, de ocho, 12 y 15 años, murieron al instante.


“Nuestro punto de vista es que ninguna de las partes se está debilitando, sino que se están haciendo más fuertes”, dijo un líder awá, quien solicitó no ser identificado por temor a represalias de los rebeldes. “¿En qué otra parte del mundo pueden las autoridades decir que están ganando cuando sus oponentes siguen plantando coca y minas?”.

 

 

 

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