Hillary Clinton es una actriz consumada


Maureen Dowd / Washington


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Qué tanto pueda ayudar Hillary Clinton a Barack Obama va a depender de qué tan buena actriz sea.


Y estoy convencida de que efectivamente es una buena actriz.


No sólo porque cuando era primera dama interpretó diversos papeles, como los de alguien interesada en China y alguien interesada en la porcelana. No sólo porque como candidata presidencial, se transformó de la reina Isabel I en la amiga de la clase trabajadora.


Sino porque, mediante la humillación y el dolor, se ha mostrado como una sobreviviente habilidosa. Dijo que ha adoptado el viejo dicho: “Fíngelo hasta que lo logres”.


Después del inicio turbulento del gobierno de Clinton, una Hillary triste, con los nervios crispados, buscó respuestas de gurús de la autoayuda como Jean Houston.


“En un momento dado, Houston sintió que ser Hillary era como ser Mozart sin manos, incapaz de tocar”, escribió Bob Woodward. “Sintió que la primera dama atravesaba por una crucifixión femenina”.


Hillary comete el mismo error en coyunturas críticas en su vida. Empieza fuerte, muestra un lado arrogante y brusco, la apartan, y, después, se presenta en forma diferente, más atractiva.


Sucedió cuando empezó como la esposa del gobernador de Arkansas; cuando hizo campaña con Bill en 1992; cuando inició como la primera dama del “dos por el precio de uno”; cuando se ocupó de la atención de la salud, y cuando comenzó su campaña presidencial envuelta en una túnica chocante de tener derecho y pedantería. Y ocurrió cuando perdió la nominación y se negó a admitirlo, y, en lugar de felicitar a Obama, esgrimió contra él su base de seguidoras como una cachiporra, para así poder compartir una vez más una presidencia.


Ahora, mientras se transforma en alguien que es parte del equipo, deberá volver a fingir hasta que lo logre. Aún no cree que Obama pueda ganar, pero sabe que puede avanzar sólo como una seductora y no como una envidiosa.


Entre tanto, quiere otro arreglo para compartir el poder. Ayudará a Obama a ser rey, si él le permite ser la reina de las mujeres.


Así es que es posible que se pregunten: ¿la apuesta histórica de Hillary resultará buena o mala para las mujeres?


El Wall Street Journal informó allá en marzo que a algunas mujeres les preocupaba que “la resistencia a la senadora Clinton pudiera envalentonar algunos hombres para resistir los esfuerzos de las mujeres para compartir el poder con ellos en las empresas, la política y otros ámbitos”.


Es un temor razonable. Cada triunfo efervescente del feminismo que he cubierto —la selección de Geraldine Ferraro como candidata a la vicepresidencia en 1984, la copresidencia de Hillary— terminaron por desencadenar reacciones terribles. Al final, el feminismo chisporroteó como una fuerza.


Hillary resucitó esa vieja religión feminista, al menos por ahora.


No debió haber enfrentado las mujeres contra los hombres. Lo hizo en su propio perjuicio dentro de su propia campaña, en la que Patti Solís Doyle, la coordinadora y autoproclamada “abeja reina” de Hillarylandia, peleó contra los “Chicos Blancos” de Bill, como se los conocía, y con frecuencia hacía que él se sintiera menospreciado.


Y Hillary lo hizo en perjuicio de Obama, en su propia base de seguidoras femeninas, levantando tal furia que algunas mujeres aún prometen irse con John McCain aun cuando signifique votar contra sus propios intereses.


No debió haber repetido el error que cometió después de que falló su plan de atención de la salud. En lugar de simplemente admitir sus propios errores de juicio, se hizo la víctima y culpó al sexismo.


Claro que las mujeres poderosas evocan el sexismo, los ataques son más personales, y los desaires pueden ser crispantes. Sin embargo, es contraproducente quedarse ahí, magnificarlo y explotarlo durante una campaña.


No creo que la campaña de Hillary tenga repercusiones negativas. Mientras sus partidarios no provoquen que pierda Obama, bien podría ser buena para las mujeres.


Cuando entrevisté veintenas de mujeres después de que Ronald Reagan obtuvo el voto de las mujeres en 1984, me quedé sorprendida por lo que escuché. Muchas mujeres de la clase trabajadora dijeron que no votaron por Ferraro porque si ellas no se sentían capaces de gobernar un país, ¿acaso ella podría hacerlo?


Quizá las mujeres han visto suficientes errores masculinos en los últimos ocho años como para que tengan más confianza. O quizás el tesón y el descaro de Hillary les permitió visualizarla con facilidad abofeteando generales y dictadores.


Aun cuando los estudios siguen diciendo que ser más alto y tener una voz más profunda puede hacer que uno parezca un líder más creíble, Hillary demostró en forma emocionante ser quien mejor debatió, así como la candidata más ruda, aunque de menor estatura y voz más aguda.

 

No perdió por ser mujer. No perdió porque Estados Unidos no esté listo para tener una presidenta. Perdió por sus propios —los de su esposo y los de sus asesores— traspiés fatales.

 

 


 
 
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