La historia del PRI se divide ahora en dos partes: antes y después del panismo.
El anuncio de que hoy estará en Puebla el dirigente nacional, César Camacho Quiroz, ha alborotado a la gallera como en los viejos tiempos.
Desde temprano, a las 9:15 horas en el hotel Presidente, que está sobre el bulevar Hermanos Serdán, el dirigente nacional, acompañado del dirigente local Pablo Fernández del Campo, dará una conferencia de prensa.
Luego asistirá a un desayuno con la cúpula priista, que incluye exdirigentes, dirigentes, aspirantes y militantes de categoría,senadoras y diputados federales, para intercambiar ideas sobre el proceso electoral de julio próximo.
La preocupación de los priistas de cúpula es que alguien, supongamos el diputado federal, exrector y expresidente municipal Enrique Doger, vaya a romper “con la unidad” exigiendo que no haya imposición de candidato en Puebla, como lo dijo hace unos días.
El PRI es un partido de apariencias: hay que aparentar que en Puebla hay democracia interna, que hay unidad a toda prueba y que nadie es capaz de rebelarse en aras de esa unidad.
Para el comité nacional, ya lo han dicho varios miembros de la dirigencia, Puebla es prioritaria como Baja California y Oaxaca. Le van a echar todos los kilos para recuperar lo que perdieron en 2010, principalmente la capital.
Y todo iría por buen camino si no fuera porque hay priistas que ya aprendieron a rebelarse, que aprendieron a decir no en vez de “sí, señor”. Y eso es sumamente peligroso.
Todos los priistas deben estar conscientes de que el principal adversario, la alianza PAN-PRD-Panal y Movimiento Ciudadano, puede lanzar a Antonio Gali —o mejor dicho, lo van a lanzar— y que si bien todos los partidos mencionados no serían capaces de ganar a un PRI echado hacia adelante, con Antonio Gali sí pueden lograrlo.
El PRI tiene que cuidar dos frentes, el interno y el externo. Para el frente externo, Gali, con todo su carisma, difícilmente le ganaría a Enrique Agüera, el rector de la BUAP. Pero en el frente interno puede haber problemas pues muchos no consideran que el precandidato más fuerte sea un priista auténtico y he ahí el problema.
Los priistas, con más de 80 años de ejercer el poder en México, 71 en la presidencia a la que ha regresado, apenas acaban de superar la pubertad y han entrado a la adolescencia política: se enojan por todo, luego se contentan, luego se deprimen, luego hacen berrinche. Fueron niños mimados desde 1929 hasta el año 2000 y nadie puede reprocharles que no hayan alcanzado la madurez y que ahora sean respondones y desobedientes y que carezcan de ideología y que de liberales hayan pasado a un conservadurismo de centro-derecha y que ahora estén más cerca del PAN, su rival ideológico desde los inicios de la República, que del PRD, su primo hermano.
Si no hay ninguna bronca, si los priistas se comportan como les enseñaron cuando niños y son obedientes y callados, el PRI va a ganar las elecciones próximas. Pero eso ya está un poco difícil, pues es el único cambio que se nota en el tricolor, y generalmente las rebeliones internas no son por ideología sino por intereses, que es lo más grave tratándose de un partido que fue revolucionario y que llegó a tener una fuerza real en el país.