El perdedor, Juventus, se queda en la cancha, observa los festejos de los ganadores, los felicita, espera que le den las medallas, las recibe y se va a los vestidores a rumiar su derrota.
En México, un partido de futbol termina con un equipo campeón: el Guadalajara.
El perdedor, los Tigres, no acepta, refunfuña, corretea a jugadores, insulta a los árbitros, se niega a aceptar las medallas, agrede a la prensa, se va al vestidor antes, culpa a otros por la derrota.
La segunda:
En Francia, el candidato socioliberal a la Presidencia, Emmanuel Macron, resultó el ganador de la elección, y su rival, la ultraderechista Marine Le Pen, salió a admitir su derrota.
En Estados Unidos, Hillary Clinton fue derrotada por Donald Trump a pesar de que era la favorita de acuerdo a múltiples sondeos, y la misma noche de la elección aceptó la victoria de su rival.
En México, eso sólo lo vemos algunas veces.
¿Qué hace falta para que en México tengamos este tipo de actitudes?
¿Qué necesitamos para que esos actos democráticos formen parte de la normalidad?
México ha construido su democracia a lo largo de los años y cuenta con una ley electoral robusta, aprobada por todos los partidos, construida entre todos con base en las experiencias que cada elección deja.
En la actualidad, las elecciones son totalmente diferentes a las que vimos hace apenas 30 años.
Hoy la preparación de la jornada electoral, de la elección, de las campañas, es hecha en su totalidad por ciudadanos. Los partidos opinan y los gobiernos sólo garantizan la realización de los comicios y el Poder Judicial da trámite a las controversias legales.
Hoy la autoridad electoral es ciudadana.
Y a pesar de todas las reformas, de todo el esfuerzo hecho, de todo el dinero y talento gastado, se sigue cuestionando el resultado, se convoca a marchas, se agrede a las autoridades electorales.
Apenas un puñado de veces hemos visto aceptar los resultados electorales, como cuando Ernesto Zedillo aceptó haber perdido la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997, o cuando Francisco Labastida salió la misma noche del primer domingo de julio de 2000 a aceptar su derrota en la contienda presidencial, o cuando Josefina Vázquez Mota hizo lo mismo en 2012.
Pero hasta ahora son las excepciones.
La democracia nos exige aceptar los resultados de una votación, y eso debería ser lo normal. Hoy, no lo es.