Cuantos superhéroes se necesitan para agotar un género


A.O. Scott / Nueva York


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Batman no tiene límites”, dice Bruce Wayne a su mayordomo Alfred, al principio de The Dark Knight, y los contadores en Warner Brothers, que produjo la película, probablemente estén de acuerdo. No estoy seguro.


The Dark Knight, elogiada por los críticos por sus temas sombríos y grandiosas ambiciones, ha resultado ser una poderosa fuerza taquillera en un verano ya dominado por superhéroes de varios tipos. Pero cualquier fanático de libros de cómics sabe que un héroe en la cúspide de sus poderes está a unos cuantos cuadros del peligro mortal, y que la arrogancia tiene su manera de sacar nuevos enemigos de las sombras. ¿El cruzado con capa y sus colegas se están regodeando en un verano interminable de triunfo, o el sol ya está empezando a ponerse?


La temporada empezó con Iron Man, que anticipó a The Dark Knight al asombrar a muchos críticos como una sorpresa placentera y a hordas de cinéfilos como una película obligada. Luego vino Hancock, que jugó con el arquetipo del superhéroe haciéndolo un borracho gruñón y desaliñado en vez de un científico brillante, un millonario elegante o alguna combinación de los dos. En ese caso, las críticas fueron mixtas, pero el dinero de cualquier manera fluyó. Incluso la deslucida Incredible Hulk se las ingenió para tener un estreno vigoroso, como lo hizo Hellboy II, una película un poco más esotérica basada en un libro de cómics.


La fuerza comercial del género del superhéroe difícilmente es noticia por su puesto. Desde que Tobey Maguire fue picado por una araña en 2002, esta década ha sido una especie de era dorada para las películas de acción a gran escala que presentan a tipos en trajes de alta tecnología, que combaten a mentes criminales maestras implacables y con atuendos chillones. Algunos de ellos —las películas de Fantastic Four, más notablemente— están contentos con ser productos desechables de la cultura pop del entretenimiento. Pero la mayoría aspira a ser algo más, a ser tomados en serio como sus héroes y villanos se toman a sí mismos.


Estas películas envuelven sus historias con indicios de temas corrientes que son exagerados, como los secuestradores afganos en Iron Man, e indirectos, como las reflexiones sobre el proceso debido y la tortura en The Dark Knight. También están llenas de actores de primer nivel que al menos intentan actuaciones reales y llenas de contenido.


Heath Ledger y Aaron Eckhart hacen algunos de sus mejores trabajos en The Dark Knight, como lo hace Robert Downey Jr. en Iron Man. Directores respetados como Sam Raimi y Bryan Singer han pulido sus reputaciones con las franquicias de Spider-Man y X-Men, la igual que Christopher Nolan, director de The Dark Knight y su predecesora, Batman Begins. Estos cineastas se han vuelto autores rentables en la economía de Hollywood, añadiendo sus firmas artísticas a proyectos que vienen con presupuestos que exceden los 100 millones de dólares, atractivo masivo incorporado y una medida creciente de prestigio cultural.


Ha habido tropezones y desilusiones —Hulk de Ang Lee en 2003; Superman Returns de Singer; la tercera entrega de la serie de X-Men, dirigida por Brett Ratner— pero estos difícilmente han hecho mella en el poder del género. Y es poco probable que su dominio sobre la atención de los ejecutivos de estudio y del público termine pronto. Los estudios ya están concretando fechas de estreno para las próximas rondas.

 

Sin embargo, tengo una corazonada, y quizá la esperanza, de que Iron Man, Hancock y The Dark Knight, juntas representan un clímax, con lo cual quiero decir no sólo un nivel previamente no alcanzado de calidad e interés, sino también el principio de la declinación. En sus formas muy diferentes, estas películas descubren los límites que tiene el género de superhéroes como actualmente existe.


No quiero empezar ninguna pelea con fanáticos devotos o críticos embobados. Estoy dispuesto a admitir que The Dark Knight es tan buena película de su tipo como puede ser. Pero eso quizá sea condenarla con un elogio a la ligera. No hay duda de que Batman, un elemento básico de la cultura popular estadounidense durante casi 70 años, ofreció a Nolan (y su hermano y compañero guionista Jonathan) una plataforma para sus ambiciones artísticas. No es posible proponerse hacer una película de suspenso sicológico, o incluso un melodrama de delincuencia urbana, y esperar tener control de algo semejante al presupuesto de 185 millones de dólares que Nolan tuvo a su disposición en The Dark Knight. Y ese dinero, además de pagar algunos escenarios y secuencias de acción deslumbrantes, permitió a Nolan y su equipo crear una atmósfera visual evocativa y global, un paisaje nocturno gótico a menudo experimentado desde el aire.


Pero para parafrasear algo que el Joker dice a Batman, The Dark Knight tiene reglas, y son las convenciones a las que ninguna película de este tipo puede escapar. El clímax debe ser una pelea con el villano, durante la cual la simbiosis del tipo bueno y el tipo malo, implícita durante toda la película, debe ser explicada. El final debe apuntar a una secuela, y un aura de consecuencia moral debe sostenerse aun cuando los asesinatos, explosiones y persecuciones se multipliquen. Los aspectos alegóricos que están en juego en un superhéroe se elevan —no se trata sólo de tipos buenos que combaten a tipos malos, sino lo Correcto contra el Mal, el Orden contra el Caos— precisamente para autorizar un nivel más intenso de violencia.


Por supuesto, todo género cinematográfico está regido por convenciones, y todo género cinematográfico decente explora las zonas de libertad dentro de esos parámetros de hierro. Por ello Iron Man relaja las riendas de su trama para dar a Downey espacio para explorar las manías e idiosincracias de Tony Stark, el billonario playboy y genio de la ingeniería que finalmente crece y se hace un traje de metal. Y Hancock toma la vanidad de un héroe disipado y semicompetente —más amenaza que protector— y lo convierte en la ocasión para cierto ensayo satírico sobre la raza, la celebridad y el agrado supuestamente universal de su estrella, Will Smith.


Pero en ambos casos, tan pronto como el personaje principal está ataviado y listo para dar batalla, la originalidad huye de la película, y los imperativos comerciales —la gran pelea, la extravagancia de acción a gran escala— se imponen. The Dark Knight tiene algunas ventajas por ser la segunda película de una serie, con menos necesidad de exposición y desarrollo de personajes básicos, y su acto final es menos una decepción.


En vez de ello, la desilusión proviene de la forma en que la película presenta temas serios y elevados, y luego los presenta de nuevo. ¿Qué tipo de héroe necesitamos? ¿Dónde está la línea entre la justicia y la venganza? ¿Cuánta autonomía deberíamos sacrificar en nombre de la seguridad? ¿Se justifica quitar la vida a un inocente? Estos son interrogantes fascinantes, incluso urgentes, pero plantearlos, como casi todos los personajes hacen en The Dark Knight, tarde o temprano, no es lo mismo que explorarlos.


Y sin embargo, manifestar esos temas es lo más lejos que parece poder o estar dispuesta a ir la actual ola de películas de superhéroes. Los westerns de los años 40 y 50, obsesionados con temas similares, fueron de algún modo capaces, en los mejores de los casos, como en Searchers de John Ford y Rio Bravo de Howard Hawks, de encontrar ambigüedades y tensiones sepultadas en sus propios paradigmas rígidos.

 

Pero los vaqueros de antaño no trabajaban bajo las mismas cargas que sus descendientes enmascarados y con capa. Esos pobres cruzados incomprendidos deben producir grandes ganancias a escala global, y satisfacer a un público hambriento de emoción de la novedad y la comodidad de lo familiar. ¿Soy sólo yo, o la tensión está empezando a notarse?

 

 

 

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