Los problemas del pluralismo


David Brooks / Nueva York


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Estamos a punto de entrar en nuestro décimo noveno año consecutivo de envidia de Truman. Desde la caída del Muro de Berlín, la gente ha visto la forma en que Harry Truman y miembros de su gabinete, como George C. Marshall y Dean Acheson, crearon instituciones globales progresistas después de la Segunda Guerra Mundial, y ha preguntado: ¿Por qué no podemos reunir ese tipo de cooperación internacional para enfrentar al terrorismo, el calentamiento global, la proliferación nuclear y el resto de los problemas de hoy en día?


La respuesta es que, a fines de los años 40, el poder global estaba concentrado. La victoria sobre el fascismo significó que el manto del liderazgo global descansara firmemente sobre la alianza atlántica. Estados Unidos representaba aproximadamente la mitad de la producción económica mundial. Dentro de Estados Unidos, el poder era ejercido por una pequeña clase gobernante, bipartidista y permanente.


Hoy en día el poder está disperso. No hay una clase gobernante bipartidista permanente en Washington. Globalmente, el poder ha pasado a ser multipolar, con el ascenso de China, India, Brasil y el resto.


Esta dispersión, en teoría, debería ser buena, pero en la práctica, la multipolaridad significa que más grupos tienen un poder de veto efectivo sobre la acción colectiva. En la práctica, este nuevo mundo pluralista ha dado paso a la globoesclerosis, una incapacidad para resolver un problema tras otro.


El mes pasado, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un esfuerzo para liberar al comercio global fracasó. La ronda de Doha colapsó, pese a amplio apoyo internacional, porque el Partido del Congreso de India no quiso ofender a pequeños agricultores en vísperas de las próximas elecciones. Los líderes chinos intervinieron en nombre de los productores de algodón y arroz.


En un mundo descentrado, todo lo que se necesita son unos cuantos intereses provinciales bien situados para hacer tambalearse a un vasto proceso global.


Y el fracaso de Doha ocurre en medio de una década de globoesclerosis. El mundo ha fallado en poner fin efectivamente al genocidio en Darfur. Los vetos chino y ruso frustraron esfuerzos por imponer sanciones a Zimbabwe. El mundo ha fallado en poner en práctica medidas efectivas para disuadir las ambiciones nucleares de Irán. El mundo ha fallado en adoptar un enfoque colectivo ante el calentamiento global. El impulso de Europa hacia la unión política se ha estancado.


En cada caso, la lógica es la misma. Grupos con un fuerte interés estrecho son capaces de bloquear a grupos más grandes con un interés difuso pero generalizado. El estrecho interés chino en el petróleo sudanés bloquea el interés general del mundo en evitar el genocidio. El estrecho interés de Irán en las armas nucleares entorpece el interés general del mundo en evitar una carrera armamentista en Medio Oriente. La diplomacia es asimétrica y los pequeños derrotan a los grandes.


Además, en un mundo multipolar, no hay forma de arbitrar desacuerdos entre las facciones rivales. En una nación democrática, la mayoría rige y los miembros de la minoría comprenden que deben acceder a los deseos de quienes ganaron las elecciones.


Pero globalmente, la gente no tiene sentido de ciudadanía compartida. Todos sienten que tienen el derecho de decir no, y en un mundo multipolar, mucha gente tiene el poder de hacerlo. No existe un mecanismo para ejercer la autoridad. Hay pocos valores compartidos en los cuales basar un mecanismo. Los autócratas del mundo ni siquiera quieren un mecanismo porque tienen miedo de que sea usado para interferir con su autocracia.


Los resultados son conocidos. Tenemos resoluciones de la ONU que no se aplican. Tenemos promesas de altos principios de vigilar a los regímenes rebeldes, pero se hace poco. Tenemos el fracaso de la ronda de Doha y el debilitamiento gradual del orden económico internacional.


Hace unos años, Estados Unidos trató de romper esta pasividad global. Trató de aplicar las resoluciones de la ONU y ponerse el manto de autoridad sobre sus propios hombros. Los resultados de esa empresa, la guerra de Irak, sugieren que este enfoque no será intentado de nuevo pronto.


Y por ello la globoesclerosis continúa, y la gente en todo el mundo pierde confianza en sus líderes. Vale la pena recordar que George W. Bush es actualmente más popular que muchos de sus colegas. Sus índices de aprobación rondan alrededor de 29 por ciento. Los de Gordon Brown están en alrededor de 17 por ciento. Los de Yasuo Fukuda de Japón en alrededor de 26 por ciento. Nicolas Sarkozy, Angela Merkel y Silvio Berlusconi tienen índices que son un poco más altos, pero siguen siendo patéticamente bajos.


Esto está sucediendo porque los votantes sienten correctamente que los líderes carecen de la autoridad para abordar problemas.


El punto básico es que los candidatos presidenciales pueden hablar con grandiosidad sobre las asociaciones globales, pero carecen de significado sin un mecanismo para ejercer la autoridad. Un interrogante crucial en una crisis de autoridad es: ¿Quién tiene una estrategia de ejecución?


La mejor idea que se plantea ahora es una Liga de Democracias, como han propuesto John McCain y varios demócratas. Naciones con formas de gobierno similares parecen compartir valores que las unen. Si las democracias pudieran concentrar la autoridad en esa liga, al menos parte del mundo tendría un mecanismo para ejercer la autoridad. Quizá no sea un regreso a Acheson, Marshall y el resto, pero al menos desacelera el implacable deslizamiento hacia la deriva y la disipación.

 

 

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