Cafeterías ofrecen caridad con servicio al auto


Anand Giridharadas / Mumbai, India


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El Honda dorado se acercó a la acera y se detuvo junto al restaurante en una tarde tranquila. Una ventanilla bajó. Se asomó un billete de 100 rupias, con valor de alrededor de 2.30 dólares, cortesía de una mujer con pañoleta que sólo se identificó como la señora Abbas. Luego, tan silenciosamente como llegó, el auto se alejó.


Dentro del restaurante Mahim Darbar, siete hombres se pusieron de pie: hombres demacrados y atormentados con rostros marcados por la viruela. Pero este era el momento que ellos habían estado esperando. Abbas, a un estilo de Mumbai por excelencia, acababa de pagar su almuerzo.


El mundo está lleno de comedores de todo tipo, desde locales de hamburguesas hasta restaurantes de tres estrellas. Hay lugares que dan servicio al auto y lugares donde uno ocupa una mesa. Pero el mundo quizá no esté familiarizado con una variación del tema muy típica de Mumbai: la cafetería para hambrientos.


Sólo en una ciudad como Mumbai, anteriormente llamada Bombay, frenética, transaccional y compasiva, podían surgir restaurantes para los desnutridos. No son comedores de beneficencia, ya que los habitantes de esta ciudad tienen poco tiempo para servir comida a otras personas. En una ciudad que nunca deja de vender acciones y filmar películas, prefieren la benevolencia de autoservicio.


Las cafeterías para hambrientos han existido durante décadas en un tramo de un camino del vecindario de Mahim. Los hombres quebrados y a la deriva de Mumbai se acuclillan en ordenadas filas en frente de cada establecimiento, esperando pacientemente. Enormes ollas de comida hierven a fuego lento detrás de las puertas. Lo que los separa de la comida es el costo de 25 centavos por plato; una cantidad enorme y más difícil de reunir de lo que podría suponerse. Pero de vez en cuando, un auto se detiene y hace un donativo y los hombres comen.


Los dueños de restaurantes describen su misión como obra de caridad, pero sus establecimientos están obteniendo utilidades, aunque bastante exiguas. Quizá sólo en India, donde ningún nicho de negocios se queda sin ser explotado, un grupo de restauranteros dependería de los hambrientos para ganarse la vida.


En las cafeterías, la pobreza es destilada a su esencia. La verdadera carga, más que la falta de dinero, quizá sea la vulnerabilidad hacia otras personas, el depender de sus caprichos.


Si, cuando pase una mujer en tránsito hacia su trabajo en una hora pico, resulta que su mirada se topa con la de una persona hambrienta, ésta comerá. Si ella está hablando por teléfono o cambiando entre estaciones de radio, quizá no coma. La vida en los círculos más bajos puede ser así de simple.


Exhibir el hambre en esta forma puede parecer cruel. Pero quizá no sea poco sensato. En otras partes del mundo, las organizaciones de caridad podrían recaudar dinero en escuelas y en casas de oración y servir comida gratuitamente en la quietud de un refugio. Al menos, a los hombres se les permitiría sentarse dentro del restaurante, no en la orilla de la acera.


Pero en India, con sus vestigios feudales de clases y castas, eso quizá no funcionaría. Entre la creciente clase media, la caridad anónima aún no se ha arraigado. Los indios han mostrado escaso entusiasmo por dar para causas abstractas. La caridad india es caridad feudal: hacer donaciones a los que están debajo de uno en la cadena de mando doméstica.


La obra de caridad más común entre la clase media sigue siendo pagar la cirugía de 200 dólares del chofer o la colegiatura de los hijos de la sirvienta. Es la caridad de la finca feudal en estratos. Depende del grado de necesidad del servidor y de la sensación de obligación paternalista del amo.


Llevar a estos hombres al interior con la idea de salvaguardar su dignidad pondría en riesgo su hambre, en el cálculo de los restauranteros. Creen que los hombres deben ser exhibidos así, hundidos y con ojos tristes. Deben ver a quienes pasan con esa mirada obediente, lastimera y reverencial que los indios bien nacidos han aprendido a esperar. Deben ser anuncios de su propia causa.


“Si se sientan dentro, eso daría una idea errónea a la gente que está dando dinero; que esas personas están comiendo”, dijo Shaib Ansari, el propietario de 23 años de edad del restaurante Mahim Darbar, que fue abierto por su tío hace más de cuatro décadas. “No permitimos que nadie se siente dentro hasta que alguien paga lo que comerán”.


Pero ahora el Honda había llegado y era tiempo de que los hombres pasaran del exterior al interior, del suelo a la mesa, del deseo a la satisfacción del mismo.


El mesero era un hombre mayor de alrededor de un metro de altura y tan esquelético como sus clientes, con la estructura facial asimétrica que en India a menudo es indicio de enfermedades no atendidas. Empezó a preparar los alimentos para los hombres, llenando platos anaranjados con arroz y vertiendo encima un guisado al curry amarillo.


Era un establecimiento musulmán, que servía comida con carne. Pero en deferencia a sus muchos comensales hindúes, el guisado estaba preparado en versión vegetariana también.


El restaurante ve a algunos hombres (y sólo ve hombres) una vez. Estos son los que de repente sienten hambre y con igual rapidez se retiran. Otros vienen durante algunos meses, hombres que han perdido su empleo en el volátil mercado laboral que está reemplazando a las antiguas costumbres socialistas de empleo vitalicio.


Luego están los comensales regulares. En este restaurante, no es un privilegio ser un asistente regular. Es una categoría poblada principalmente por los enfermos y los inestables; o como dice el dueño, los “mentalmente retirados”.
Raju Subachan, de 30 años y quien usa un harapo rojo alrededor de la cabeza, pertenece a la segunda categoría, los desempleados.


Llegó hace dos meses de Allahabad, en el norte. Encontró trabajo como mesero en una compañía de banquetes; transportaba comida de un lado a otro, sin imaginar que un día él pasaría hambre. Pero Mumbai puede ser cruel. Las compañías de banquetes despiden empleados tan caprichosamente como los contratan y Subachan pronto se encontró a la deriva.


Puso en claro, sentado en el umbral, que no era un drogadicto en busca de comida gratis. Durante un mes de desempleo, había venido sólo tres o cuatro veces. En este día, ya había comido una vez, al mediodía, y estaba esperando una segunda comida, la cual anticipaba evitaría que sintiera el vacío en el estómago hasta la mañana. Y luego llegó el Honda dorado y lo hizo levantarse.


Se sentó solo, metiendo sus dedos en el platillo amarillo sobre su plato. Comió callada y rápidamente. Cuando se come así, con tu dependencia exhibida ante el mundo, una comida ya no se siente como algo que se deba disfrutar.
Subachan se levantó, se enjuagó las manos y luego salió de nuevo a la liberación y soledad de la ciudad.

 

 

 

 


 
 
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