Viernes, 03 de Mayo del 2024
Martes, 20 Abril 2021 00:57

El presidente-filósofo

El presidente-filósofo Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

En Tabasco, escribe Andrés Manuel López Obrador, la naturaleza juega un papel relevante en el ejercicio del poder público; en los políticos tabasqueños, según él, habría una tendencia natural a desenfreno: “En Tabasco todo aflora: los ríos salen de sus cauces, el cielo es proclive a las tempestades, la canícula enciende las pasiones haciendo brotar la ruda franqueza” (El poder en el trópico, 2015). (Todo lo que toca un tabasqueño “se llena de sol”, reforzaría Pellicer).


 

Sería ingenuo o mentiroso no reconocer ese desenfreno natural en López Obrador; en el primer presidente tabasqueño se adivinan algunos rasgos autoritarios, especialmente, en lo que toca a su relación con los otros poderes, con los gobiernos estatales y con los organismos autónomos –lo que diga su dedito, pues–. No se trata de una regresión autoritaria, como asegura Porfirio (a secas) sino de una manifestación extrema del autoritarismo que caracteriza al presidencialismo nuestro.

 

La tendencia al autoritarismo, ya hemos dicho, es característica de los jefes de Estado mexicano; todos, ya sea caudillos, presidentes o altezas serenísimas han sufrido más o menos de delirios autoritarios y el actual inquilino de Palacio Nacional, antiguo hogar de tlatoanis y de virreyes, por supuesto, no es la excepción. Desde Ruiz Cortines, escribía hace tiempo Mario Alberto Mejía, “ningún presidente había sido tan adicto al presidencialismo, tan cercano al manotazo en la mesa, tan sentado en la silla del águila (como López Obrador)”.

 

El caso de López Obrador, sin embargo, es especial; sus delirios son legítimos: en 2018, ¡30 millones de mexicanos! votamos para darle al próximo presidente tanto poder como fuera legalmente posible para llevar a cabo su proyecto de nación (“Seis de seis, seis de seis…”). El resultado fue una ola, un tsunami: nuestro candidato fue el más votado en 31 de 32 entidades federativas –siendo Guanajuato un cerúleo moratón en el medio del mapa–, en 3 de cada 4 distritos electorales, en 7 de cada 10 casillas. ¡Uf! (Si lo hicimos por convencimiento o por castigo, es tema de otro debate que, no obstante, no magulla la incuestionable legitimidad original del presidente).

 

Más allá de la dureza de los números, impresionantes en sí mismos, el resultado de la elección histórica validó la teoría del poder de López Obrador. Esta se resume en frases como dardos que, loros sofisticados, repetimos sin comprender su profundidad: “El pueblo es bueno y sabio”, “El pueblo no se equivoca”, “El gobierno es el pueblo organizado”. Para López Obrador, el presidente de la República es una versión perfeccionada de los reyes-filósofos de Platón, “los filósofos que son reyes o los reyes que practiquen noble y adecuadamente la filosofía” (Politeia, c. 375 a. C.), que comprenden la idea del bien y, en consecuencia, gobiernan con justicia.

 

La diferencia fundamental entre las concepciones del poder de Platón y de López Obrador es que mientras uno supone que la legitimidad del gobernante radica en su sabiduría personal, adquirida mediante el estudio de las matemáticas, la dialéctica y la administración pública, el otro supone que radica en la sabiduría popular, de la cual él sería el intérprete máximo. No es una diferencia menor: en la filosofía platónica, siempre cabe la posibilidad de que el rey, por muy erudito que sea, se equivoque sobre lo que es bueno; en cambio, en la filosofía lopezobradorista, el pueblo sabio es menos propenso a equivocarse. (¡Supera eso, Popper! ¡Al diablo con tus instituciones!)

 

Un hombre, razona el presidente-filósofo (rey-filósofo remasterizado, autócrata benevolente, mesías tropical), mirándose en el espejo de la historia, el de los próceres de la patria, el de Hidalgo, Juárez y Madero, podría estar equivocado, pero ¿cómo podrían estarlo millones?

 

– ¿Qué horas son, señor presidente?

 

– ¡Las que el pueblo diga!

 

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