Jueves, 02 de Mayo del 2024
Viernes, 07 Mayo 2021 01:21

Los Cicerón, par de cínicos

Los Cicerón, par de cínicos Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

De los hermanos Cicerón, Marco y Quinto, seguramente sólo el primero nos suene familiar. Uno fue el político, el abogado, el orador grandioso cuyas ideas animaron la Ilustración influyendo determinantemente en Montesquieu, Locke o Burke; el otro, el legado de Julio César que casi hubiera pasado de noche por los anales si no fuera por la correspondencia que intercambió con el más popular de la familia.


 

Del epistolario entre los Cicerón, el documento más interesante es el Commentariolum petitionis, una supuesta carta en la que Quinto aconseja a Marco sobre qué hacer para ganar elecciones –supuesta, porque posiblemente haya sido escrita un par de siglos después de que vivió el autor–. El texto no descubre ningún hilo negro de la merca política ni ofrece ningún tip novedoso a los aspirantes y menos, a este aspirante en particular, un tipo brillante cuya sapiencia sólo era superada por su soberbia, pero ayuda a comprender cómo era la vida política de la República Romana.

 

En 64 a. C., el Cicerón que sí nos suena se inscribió en las elecciones al Consulado, el cual se renovaba anualmente. La campaña de ese año no fue sencilla –nunca lo eran; preguntarle, si no, a Tiberio Graco, asesinado cuando buscaba repetir como cónsul por órdenes del infame Serapión–: contra él competían media docena de candidatos de blanquísimas togas, entre ellos, Catilina, un optimate doblado en popular cuya propuesta de cancelar las deudas de la plebe lo colocaba arriba en las encuestas.

 

Cicerón centró su campaña en su condición de homo novus, hombre nuevo, es decir, el primero de su familia en acceder a las más elevadas dignidades políticas romanas, posiciones que antiguamente se reservaban a los descendientes de los patricios. Según la narrativa de campaña, reconstruida a partir de la correspondencia entre los hermanos, el candidato debía fingir ser un tipo común, un producto de la cultura del esfuerzo, un ser compasivo que conocía las necesidades de la plebe; por contraste, a su adversario debía presentársele como un peligro para Roma. (A Catilina, de hecho, la-mafia-del-poder local ya le atribuía falsamente una primera conspiración contra la República que palidecería frente a la segunda, que ciertamente sería de su autoría).

 

Para el Cicerón que no nos suena, la clave del éxito radicaría en la capacidad de convencimiento del candidato; según él, ningún ciudadano podría resistirse a su embrujo si este se comprometiera a cualquier cosa, a lo que pudiera hacer y a lo que no. Así pues, sugería repartir promesas como larines; al fin, “se las llevará el viento”. Los hombres, escribe, “aceptan mejor una promesa incumplida que una negativa”. Nadie entrega su voto gratuitamente, agrega; el candidato, pues, debería ser un vendedor habilidoso (de humo, de espejitos): “El votante debe creer que al votar por ti tiene la esperanza de recibir, a cambio, alguna recompensa”. (De esperanzas, los peores).

 

Puesto que los ciudadanos depositan en sus candidatos distintas esperanzas, las mentiras promesas deberían adecuarse a cada uno. El candidato, pues, opina el Cicerón que ya nos va sonando, debería “ser camaleónico, adaptar su mensaje a cada público”. El arte de la simulación tiene, sin embargo, un elemento en común: la adulación, “un defecto vergonzoso en la vida corriente pero imprescindible cuando se busca un cargo público, un acto reprobable cuando los halagos dañan al hombre pero que cuando lo hacen ver más amigable no tendría por qué ser censurado”. El don y la doña, remata, se engañan por las formas; “se dejarán seducir por tu apariencia y por tus palabras”.

 

Los Cicerón, en fin, eran unos cínicos.

 

(Los tiempos cambian; los políticos, no, me temo).

 

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