Lunes, 13 de Octubre del 2025
Martes, 11 Mayo 2021 01:44

Cicerón meó la cama

Cicerón meó la cama Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Caminando por los empedrados de Pompeya, esos que permanecieron ocultos bajo la ceniza del Vesubio durante cientos de años, encontramos un antiguo hostal. En una de sus paredes, los vestigios de un escándalo: “Me he meado en la cama, lo confieso; pero, si me preguntas la razón, casero, te diré: no tenía un orinal”. La ofensa del huésped, imagino, habrá sido tan grave que ameritó una disculpa pública, aunque a medias; un graffiti mitad culposo (“Me he meado en la cama...) y mitad exculpatorio (...porque no tenía orinal”).


 

Que el dueño del hostal te descubra con la toga empapada es escandaloso, sí, pero nada que no se solucione con agua y jabón, y con una especie de disculpa garabateada en la pared. Peores escándalos ocurrieron durante la República y durante el Imperio romano (el Krauze de esa época escribirá cosas terribles sobre los Claudio-Julia); y peores, incluso, fueron los que cimbraron los cimientos de la Italia de la posguerra. Cualquiera con un gramo de decencia se ruborizaría leyendo sobre Propaganda Due, Operazione Gladio o Tangentopoli. (El caso de la Emmanuela Orlandi merece un capítulo aparte, propongo).

 

Los escándalos han acompañado a la política desde que Caín negó el asesinato de Abel. Claro, hay de escándalos a ESCÁNDALOS –así, en escandalosas mayúsculas–: una cosa es Berlusconi rodeado de prostitutas y otra, Berlusconi sobornando senadores, y otra, más seria, es Berlusconi tonteando con Ruby Rompecorazones en el Palazzo Chigi (Bunga-bunga). También desde el principio ha habido asesores políticos expertos en el manejo de crisis que salvan la imagen de sus jefes frente a la opinión pública. Gracias a la intervención acertada de estos, un tipo como Il Cavaliere no sólo no nos resulta del todo vomitable sino que aún nos parece lo suficientemente simpático como para votar por él en las últimas elecciones al Parlamento europeo.

 

En una época en la que a cada escándalo político, por minúsculo que sea, puede añadírsele el sufijo gate y volvérsele catastrófico, y metidos nosotros en una campaña política en la que cada día surge uno nuevo que incendia los quioscos de periódicos, es pertinente que los asesores políticos ¿re?lean a William Benoit, el puto amo de la teoría de la restauración de la imagen pública. Las observaciones del autor de “Image repair discourse and crisis communication” (1997) siguen siendo válidas dos décadas después de la publicación de su obra. En resumen:

 

Benoit parte del hecho de que todos los políticos son propensos a cometer equivocaciones que comprometan fatalmente su reputación; de que no importan las previsiones que se adopten ni la preparación y la experiencia de aquellos: shit happens! El autor va, pues, un par de pasos adelantado a los acontecimientos anticipando las posibles respuestas a la crisis, las estrategias de comunicación para remendar la imagen hecha trizas. Plantea dos opciones: la negación (“No, yo no meé la cama”) o la aceptación (“Sí, yo meé la cama...), y a partir de esta, varias salidas: la evasión de la responsabilidad (...pero sólo porque el casero no me facilitó un orinal”), la minimización de la ofensa (...pero el colchón ya estaba sucio”), la ejecución de acciones correctivas (...pero me comprometo a comprarle otro juego de sábanas”) o la mortificación, el efectivo haraquiri (...y estoy de veras arrepentido”).

 

Al final del día, escribe el muy pragmático Benoit, la percepción es más importante que la realidad, “la clave [para sobrevivir al linchamiento popular] no radica tanto en la gravedad de la ofensa como en cuán grave le parezca al público”. Marketing de percepciones, pues.

 

“Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”, dice el adagio.

 

Así, las reputaciones.

 

Google News - Diario Cambio