El eslogan de la Revolución francesa elevado a dogma durante la Segunda República y consagrado constitucionalmente en 1946 y en 1958, es, sin embargo, la segunda mentira más grande de la historia: cualquier observador medianamente atento notará que los conceptos de libertad y de igualdad son esencialmente contradictorios, que están en conflicto permanente, que uno no puede avanzar sin morder al otro. En la defensa de los derechos fundamentales, nos enfrentamos a una paradoja bien interesante: si defendemos la libertad, los ciudadanos dejarán de ser iguales y si defendemos la igualdad, su libertad será acotada.
Puestos a elegir entre ser libres o iguales, el Estado desempeña un papel decisivo: mientras que un Estado ausente, reducido a su mínima expresión facilita que la minoría tome ventaja sobre el resto, lo cual genera desigualdad (liberalismo), un Estado presente, fuerte promueve políticas públicas que benefician a la mayoría a costa de restringir ciertas libertades individuales (conservadurismo). (Por fin, ¡¿qué somos?!)
Este es el dilema subyacente en el gran debate de nuestros tiempos: por un lado, luego de tres décadas ominosas, el modelo neoliberal impulsado desde el Consenso de Washington ha demostrado que es un hacedor de pobres, que la idea romántica de que privilegiar a unos pocos implicaría un beneficio para todos en el largo plazo resultó ser una patraña; por el otro, ningún modelo alternativo podría subordinar los intereses individuales a los colectivos voluntariamente, sino mediante alguna forma de coacción, lo cual eventualmente conduciría al autoritarismo.
Pero, ¿sería deseable ser verdaderamente libres? Tal anhelo entraría en el territorio de los sueños guajiros –mi desconfianza en el género humano me invita al pesimismo–: sería deseable sólo si los hombres utilizáramos nuestra libertad responsablemente, sólo si antes se lograra desmantelar permanentemente las estructuras ideológicas según las cuales el egoísmo es una virtud para triunfar en la vida y a la hora de hacer ‘nego’ de la pandemia vendiendo alcohol, cubrebocas y bombonas de oxígeno a sobreprecio, y la solidaridad aplica sólo como un recurso mercadotécnico cuando hay que lavar el sucio rostro de los empresarios evasores de impuestos, de las mineras que sangran nuestras entrañas o de la cervecera que trasiega el agua de los acuíferos zacatecanos.
En el mismo terreno, el del ensueño --el de mi pesimismo-- se esfuma la posibilidad de ser verdaderamente iguales: siempre, cuanto más grandes y complejas son las sociedades más requieren de élites especializadas que las gobiernen de modo que pervive una distinción de clases a lo mejor no en lo económico y social pero sí lo político; siempre, esa demagogia de que todos coludos o todos rabones se descubre cuando el porcino Napoleón aparece vistiendo los mismos pantalones bombachos que pertenecieron a Mr. Jones. Todos somos iguales… pero algunos somos más iguales que otros.
Uno, en fin, puede defender vehementemente la libertad hasta que se percate de que en una sociedad sin supervisión imperará la ley de la selva (Platón, Hobbes) o defender con la misma energía la igualdad hasta que, ay, se entere de que incluso entre los iguales hay razas (Popper).
Elijamos, pues, ya medio desganados, entre ser fraternalmente libres o fraternalmente iguales.
