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Miércoles, 02 Junio 2021 01:02

Fraternidad cósmica

Fraternidad cósmica Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

El 14 de julio de 1790, un año después de la Toma de la Bastilla, es decir, del inicio formal de la Revolución francesa, algunos años antes de que Robespierre mandara bordar la leyenda “Liberté, Égalité, Fraternité… ou la mort” en las casacas de la Guardia Nacional, el marqués de La Fayette organizó una gran fiesta, la de la Federación, antecedente del moderno Día Nacional, a fin de celebrar la unidad de los franceses en un gran banquete nacional. Entonces, Francia vivía un periodo de aparente calma, un silence mourtaire que antecedía al silbido de la guillotina.


 

Cualquiera que esperara que aquello fuera un Burning Man en Champ-de-Mars habrá pedido que le devolvieran las entradas: la fiesta terminó siendo una parodia de las que se celebraban durante el Ancien régime en la cual la moderación, la solemnidad, el cuidado de las formas de parte de los organizadores se impusieron al desenfreno, a la simplicidad, a la espontaneidad del pueblo llano; la pretendida unidad tornó en una unanimidad más falsa que el derecho divino de Luis XVI.

 

La Fiesta de la Federación ya anticipaba, pues, la tensión esencial entre la libertad y la igualdad, los principios fundamentales de la Revolución francesa, pero, al menos, sirvió para que los franceses fraternizaran brevemente: al compás de cien mil tambores, el prohombre y el gusano bailaron y se dieron la mano sin importarles la facha, y el hermano Luis, creyendo que lo peor había pasado, ofreció su reinado al pueblo --luego le ofrecería su cabeza, a regañadientes--.

 

El concepto de fraternidad que heredamos de la Revolución francesa es el relativo a los hombres, hijos todos de la madre Francia; es al que se referían Jesús cuando invitaba a amar al prójimo como a nosotros mismos, Donne cuando escribió For whom the bell tolls o Serrat cuando canta sobre la fiesta de San Juan, y el que los herederos del liberalismo clásico consagraron en la Declaración universal de los Derechos Humanos de 1948 (“[Los hombres] deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”).

 

Esta definición de fraternidad, sin embargo, está agotada, nos es insuficiente para enfrentar los retos del siglo XXI: si el temor a ser aniquilados mediante la guerra les quitaba el sueño a nuestros abuelos (Primera y Segunda Guerras mundiales) y a nuestros padres (Guerra Fría), la posibilidad de extinción de la especie humana por las catástrofes medioambientales provocadas por la mercantilización de nuestro medio, deberían causarnos peores pesadillas a nosotros. (Suponiendo que de veras nos importe la suerte de esta especie infame, claro; a mí, la neta es que no tanto).

 

Hoy, el neoliberalismo depredador, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, es la más seria amenaza a la continuidad de nuestra especie. La solución --la única solución-- pasa reconocernos como los más humildes integrantes de la inmensa comunidad de la vida a fin de convivir en armonía con el cosmos, es decir, con nuestro medio natural; reconocernos como hijos de la madre Tierra y hermanos de nuestros semejantes, del río, del árbol, de los animales (Francisco de Asís, Boff). (Estas ideas están contenidas en Fratelli Tutti, la última encíclica de Bergoglio, escrita durante la pandemia de COVID-19, me recuerda Manolo. Lo escucho a medias, con un ojo a Mariana y otro a su garabato cosmológico).

 

La fraternidad cósmica resuelve la paradoja de la Revolución francesa, el dilema que nos dejó entre la libertad y la igualdad: podríamos ser, a la vez, totalmente libres y totalmente iguales si fuéramos verdadera, cósmicamente fraternos.

 

(Mientras tanto, lejos, lejísimos de estas elucubraciones, candidatos fraternales de ocasión reparten promesas con la misma superficialidad de quien reparte larines: limpiarán los ríos, sembrarán árboles y rescatarán perritos, juran. Propuestas pop, de moda. Palabras huecas, en fin).

 

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