Lunes, 13 de Octubre del 2025
Martes, 19 Enero 2021 03:36

La conjura de Catilina

La conjura de Catilina Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Tanto conocían los padres fundadores de Estados Unidos la historia de la República Romana, en cuyo espejo se miraban, recelosos, que diseñaron su país tomando todas las previsiones para evitar cometer los mismos errores que aquella, para impedir que la república americana sucumbiera como la romana a la voluntad de algún tirano. A los padres fundadores les obsesionaba la idea de que la bandera estadounidense, símbolo de libertad, pudiera ser abrazada, acaso con mayor fervor, por un Julio César, o peor, por un Calígula o un Nerón.


 

Sin ánimo de divagar sino a fin de que la historia antigua nos ofrezca algunos puntos de referencia para analizar los acontecimientos actuales, recordemos que antes de ellos el mayor enemigo de la república había sido Catilina, un optimate doblado en popular al que habiéndosele negado tramposamente el consulado, resolvió arrebatárselo por la fuerza a Cicerón y Antonio, los mandamases de entonces. La intentona golpista, secundada, según Salustio, por asesinos, adúlteros y bebedores de sangre, y por otros finos personajes, ganó popularidad en una Roma a punto de la ruptura, a la cual siglos de expansión descontrolada no le habían traído más que crisis económicas y el deterioro de sus instituciones y de su estructura social.

 

Descubierta la conjura, Catilina y sus cómplices fueron juzgados in absentia por el Senado. En apasionado debate, recogido en las Catilinarias de Cicerón, Catón El Joven y Julio César deliberaron sobre su castigo: el primero abogó por la pena de muerte, una medida polémica que a la postre granjearía a sus partidarios el desprecio de la opinión pública; el segundo, cuidadoso de no ponerse torpemente en la picota debido a su simpatía por los acusados, por la cadena perpetua. Los senadores, conminados por un Cicerón on fire, se decantaron por la primera opción a fin de no parecer débiles frente a futuros enemigos, “tan misericordiosos que luego pudieran resultar sumamente crueles con sus conciudadanos” (Cuarta catilinaria).

 

Catilina, el enemigo en turno, encontraría la muerte en Etruria, donde se había refugiado con unos pocos miles de seguidores. El cuerpo del vencido, hallado bien adelantado a sus líneas, sería mutilado, y su cabeza arrastrada luego por las calles de Roma.

 

En la capital, mientras tanto, habiendo sido declarado pater patriae, padre de la patria, el gran Cicerón se pringaba con las mieles de su victoria. Obnubilado, el arrogante cónsul no comprendía que un poder tan grande obtenido tan súbitamente es ilusorio; que normalmente, sólo alcanza para estabilizar temporalmente el sistema y se esfuma tan pronto éste recupera su dinámica violenta natural. No pasaría mucho tiempo antes de que su propia cabeza fuera expuesta en el Foro.

 

Lo historiadores modernos tienen de Catilina una imagen bastante más benévola que la que tenían sus contemporáneos; en general, reconocen en él no solo al político inescrupuloso que sin duda, fue sino a uno astuto que supo ganarse el aprecio de la plebe y defendió vehementemente sus causas. Existe consenso también en que la rebelión que protagonizó, aunque fallida, marcó el principio del fin de la república: la insolencia de Cicerón motivó a Julio Cesar a conformar con Pompeyo y Craso el primer triunvirato, lo cual significó en sí mismo un golpe de Estado táctico contra el Senado, la primera acción reconocible de la guerra civil que se avecinaba. En ese contexto, la amenaza proferida por Catilina en su huida suena profética: “Mi incendio solo se apagará con su ruina”.

 

Lección histórica aprendida: derrotado el tirano (Donald Trump), la república está a salvo... por ahora. (La democracia tendrá que esperar, me parece).

 

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