A fin de fomentar una comunicación más respetuosa, la susodicha guía recomienda sustituir expresiones que pudieran resultar ofensivas por otras consideradas políticamente correctas; de tal suerte, por ejemplo, sugiere reemplazar cojo por persona de movilidad reducida, ilegal por persona en situación administrativa irregular, ir al chino por ir a la tienda, para no incordiar al vietnamita de la esquina. También sugiere eliminar de nuestro vocabulario palabrotas como gitano, negro o moro (de modo que el muy universal Lorca debería decir algo como “Sillita de oro para la persona del Magreb...); y, por favor, evitar suponer el género de las personas (...sillita de oropel para su pareja”).
Haciendo caso a esta recomendación, porque no sabemos si Andrea Escamilla, quien la semana pasada protagonizó un extraño incidente en el cual rompió la clase exigiendo entre sollozos que se respetara su identidad de género, se identifica como mujer u hombre (o todo lo contrarie), para evitarnos una metedura de pata que pudiera constituir una microagresión, el riesgo de ofenderle accidentalmente y terminar en lo más alto del trending topic en la categoría de machismo, sería aconsejable que utilizáramos por defecto pronombres neutros como elle/elles y descartáramos los potencialmente irrespetuosos pronombres personales él/ella o ellos/ellas.
La utilización de recursos gramaticales como las diagonales (“todos/as”), el desdoble (“todos y todas”) o el mentado el género neutro (“todes”, “todxs”, “tod@s”), y otras aberraciones con los cuales se pretende rediseñar el idioma para extender la zona de confort de Andrea, porque dime cómo hablas y te diré qué tan intolerante eres, sin embargo, es tajantemente rechazada por la Asociación de Academias de la Lengua española (ASALE), la organización que reúne a las academias de la lengua española de todos los países hispanohablantes, porque tantos adornos lo hacen más complicado, menos claro y fluido, y, en consecuencia, entorpecen nuestra comunicación.
La ASALE no reconoce tal tendencia como de uso común sino privativa de ciertos segmentos sociales. El meollo de la controversia, a decir de esta, radicaría en un sencillo error de interpretación: los pocos pero escandalosos entusiastas de las es suponen equivocadamente que el signo masculino predominante en nuestro idioma implica un dejo machista cuando, en realidad, funciona como término inclusivo sin intención discriminatoria; es decir, que el idioma no es discriminatorio en sí mismo sino según el uso que hagamos de él. Despistados por ese error fundamental, aquellos pierden de vista lo importante; ofuscados, parece importarles menos qué se dice que cómo se dice.
Arrastrados por su intransigencia, los gobiernos progres estamos llevando el debate sobre la igualdad de género, la no discriminación por orientación sexual y la inclusión social, y otros similares de verdadera importancia, a un terreno que nos resulta cómodo, donde podemos imponernos a golpe de decretos. Vivimos en un mundo donde los crímenes de odio y la violencia de género son dolorosamente comunes y donde la brecha salarial entre hombres y mujeres es insultante pero, ¡oye, pusimos un cartel con indicaciones para elaborar oficios en idioma morado junto a la impresora!
