Intuyo que la actual tendencia de los gobiernos ‘progres’ a ajustar sus agendas a intereses particulares y no necesariamente al interés general (¿Tocqueville, al revés?), tiene sus orígenes en aquellos turbulentos años. Hoy, los problemas personales de una chica, los cuales normalmente se quedarían en su espacio privado, se extrapolan violentamente al ámbito público motivando algo más que una junta escolar, acaso alguna declaración de las autoridades, algún programa de sensibilización o la presentación urgente de alguna guía de comunicación inclusiva de observancia obligatoria.
Sin proponérselo, el extraño incidente de la semana pasada convirtió a Andrea Escamilla en la penúltima representante de la llamada generación de ‘mazapán’, la de los nietos del 68, una a punto de desmoronarse como un dulce de cacahuete de De la Rosa, al borde de un ataque de nervios. A esta generación aluden Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en su imprescindible ensayo “The coddling of the american mind”, publicado en The Atlantic, en 2015. Según los autores, los integrantes de ésta se caracterizan por su débil inteligencia emocional, su mínima resistencia a la presión social y su incapacidad de juzgar los hechos objetiva y desapasionadamente. (Falacia por generalización apresurada: “Si me ofende, ‘es’ ofensivo”).
Estamos en los albores, advierten Lukianoff y Haidt, preocupados de la revolución de lo emocionalmente correcto. El fin de ésta, según ellos, es convertir los espacios públicos, los lugares de trabajo, los medios de comunicación, las redes sociales, etc., en espacios seguros donde Andrea y sus compañer‘e’s generacionales estén protegidos de las ideas que pudieran resultarles ofensivas. Quienes deliberada o accidentalmente interfiramos con tal propósito, por supuesto, deberíamos ser corregidos (ridiculizados, arrojados a la hoguera de la opinión pública). Están creando, advierten, un mundo sin margen de error “en el cual debemos pensar dos veces todo lo que hacemos si no queremos ser acusados de insensibles”.
Paradójicamente, en su afán de construir ese mundo antidarwiniano que se adapte suavemente a ellos, un mundillo libre de pronombres personales, de maestros rigurosos y de la mitad del Tune Squad original, y de cualquier otra expresión potencialmente irrespetuosa, quienes exigen tolerancia se atribuyen el derecho a ser intolerantes, a excluir a quienes pensamos distinto, no nos expresamos con la suficiente corrección política o no demostramos una empatía rayana en desgarramiento de vestiduras. (El derecho a la intolerancia, decía Voltaire, “es peor que el de los tigres, porque los tigres no se destrozan sino para comer y nosotros nos exterminamos por nuestras ideas”).
En el extremo opuesto nos encontramos los verdaderamente tolerantes, quienes apostamos por abrir de par en par el debate de las ideas, creemos que la censura en cualquiera de sus formas es incompatible con las sociedades no-orwellianas y si un chiste no nos causa gracia, no nos reímos y sanseacabó. Estamos medio encajonados, sin embargo; vivimos tiempos jacobinos en los que la libertad de expresión está entrecomillada: expresémonos libremente… bajo nuestro propio riesgo.