Viernes, 29 de Marzo del 2024
Miércoles, 15 Septiembre 2021 03:00

La guerra del 11-S: Construir al enemigo

La guerra del 11-S: Construir al enemigo Escrito Por :   Francisco Baeza Vega

Cierta vez, en Nueva York, Umberto Eco se topó con un taxista paquistaní muy platicador. El chófer, curioso, quería saber todo sobre los italianos, qué idioma hablaban, cuántos eran, quiénes eran sus enemigos. La última pregunta tomó desprevenido al autor. ¿Enemigos? ¡Los italianos no tenían enemigos! Los habían tenido antes, pero de aquello hacía mucho tiempo; su última guerra databa de hacía medio siglo y la habían iniciado con un adversario y terminado con otro. Esto condujo a Eco a una reflexión profunda: identificar inequívocamente a nuestros enemigos, escribió, “es importante para definir nuestra identidad y procurarnos un obstáculo respecto a cuál medir nuestro sistema de valores; si no se tienen, es preciso construirlos”.


 

Desde los escombros del World Trade Center, George W Bush prometió venganza; furioso, el presidente estadounidense se puso en modoTexas longhorn ―los ojos encendidos; la espalda arqueada; la cabeza gacha, preparando su embestida― y declaró la guerra al nuevo gran enemigo de Estados Unidos: “We'll respond to these attacks by ridding the world of evil!” Entonces, ya era evidente que la respuesta estadounidense a los (auto)atentados terroristas del 11 de septiembre no se limitaría a lanzar una tormenta de tomahawks sobre algún país de incierta ubicación geográfica sino que movilizaría todos los recursos militares, tecnológicos y económicos a la mano contra… ¿contra quién, dijo?

 

Usualmente, utilizamos las expresiones “guerra contra el terrorismo” y “guerra contra el terror” indistintamente. Existe, sin embargo, una diferencia sutil pero fundamental entre declarar la guerra “al terrorismo” y declararla “al terror”: la primera acepción implicaba utilizar la fuerza para sacar de la cueva donde se ocultaban y llevar ante la justicia a los involucrados en el 11-S, es decir, a Osama bin Laden y a Al Qaeda, y a sus amiguetes talibanes porque tanto peca el que mata a la vaca como el que renta su casa al tablajero (Rumsfeld); la segunda a lanzarse a una cruzada global de largo alcance contra todo lo que pareciera terrorífico (Cheney, Wolfowitz).

 

Este doble lenguaje embrolló el desarrollo del gran conflicto de nuestra generación; una cosa era guerrear contra organizaciones con estructura jerárquica, objetivos y recursos humanos, materiales y financieros; y otra contra conceptos. Así pues, los objetivos de una se cumplieron, Bin Laden fue ejecutado de un disparo en el ojo y su organización perdió toda capacidad ofensiva, y los talibanes fueron apartados del poder por un tiempo antes de regresar prometiendo no volver a hospedar terroristas; pero a la vuelta de dos décadas, de cientos de miles de muertos y heridos y 8 TRILLONES malgastados, los estadounidenses siguen viviendo con miedo.

 

En retrospectiva, para los estadounidenses la indefinición de su enemigo resultó un error catastrófico porque imposibilitó una estrategia militar eficiente y esto, a su vez, perjudicó su liderazgo mundial y aniquiló la legitimidad de sus causas y de sus instituciones. Dando palos de ciego a un adversario abstracto, los supuestos adalides de los derechos humanos dieron un salto mortal “al lado oscuro” (Cheney, Dixit) donde todo se vale, donde los valores que pregonan se relativizan, donde los ciudadanos son espiados masivamente por su gobierno y los denominados combatientes enemigos enjaulados como animales y torturados.

 

La larga, ambigua y, finalmente, incomprensible guerra, además, hizo que los votantes estadounidenses se cuestionaran su excepcionalidad, la idea de que serían moralmente superiores al resto de los hombres y, por lo tanto, estarían autorizados a meter sus narices donde no los llaman, lo que conllevó a repensarse su lugar en el mundo, a elegir a presidentes profundamente introspectivos y a forzar que su ejército se replegara del campo de batalla con la ‘cola entre las patas’.

 

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