La fiesta de México es también la de Latinoamérica. Si la memoria no me falla, los países latinoamericanos no comenzaron a diferenciarse nacionalmente sino hasta el Congreso de Panamá, en 1824; antes, durante el transcurso de las guerras independentistas, predominaba la idea de que sus territorios constituían un único, gran país (“¡Viva América!"). De ahí, el estribillo fijo patentado por cierto ministro de Relaciones Interiores y Exteriores nuestro y entonado solemnemente hasta nuestros días según el cual, puesto que todas las naciones emancipadas del yugo colonial español están fraternalmente ligadas, "los reveses y las prosperidades de unas no pueden serles indiferentes a las otras".
La gran fiesta latinoamericana de este año casi enmarca un funeral: la relativamente exitosa realización en nuestro país de la VI Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), en la cual se dieron tímidos pasos en la búsqueda de una nueva forma de integración regional, significó otro clavo en el ataúd de la Organización de Estados americanos (OEA), organización de marcado signo gringófilo, rastrojo de la Guerra Fría, concebida como cuña para "avanzar en la preservación y defensa de la democracia [sic] en América" (Doctrina Truman). (Acaso la feroz resistencia de los presidentes de Paraguay y de Uruguay, y la controvertida participación del de Cuba en calidad de invitado especial hayan impedido expedir su definitivo certificado de defunción).
Más allá de las discrepancias, de las risotadas de unos y los lloriqueos de los otros, y de la polémica estéril que rodeó a la cumbre, la mayoría podemos estar de acuerdo en que una Latinoamérica unida, estable e independiente de influencias extrañas sería un miembro destacado de la comunidad internacional. La propuesta de substituir a la OEA, organización anacrónica que ha perdido credibilidad y no responde a los principios del multilateralismo ni contribuye a la solución pacífica de los conflictos pero genera otros peores por una CELAC reforzada que surja del consenso de sus Estados miembros y que fomente entre estos un diálogo libre de prejuicios ideológicos y promueva mundialmente la agenda común, debería ser considerada seriamente.
La sola iniciativa confirma el novedoso protagonismo de México en la vida política regional; la hiperactividad del canciller mexicano, quién sabe si intensificada por un frío cálculo electoral o por alguna rivalidad personal, indica que su jefe desea imprimir un sello latinoamericanista a la segunda mitad de su sexenio. Históricamente, nuestro país ha jugado un rol importante en su zona de influencia natural impulsando decididamente los procesos de paz en Centroamérica o dando refugio a miles de perseguidos políticos y al hermano mexicano Evo, pero ha sido hasta estas fechas que un gobierno mexicano ha tenido los arrestos para asumir un liderazgo regional acorde a su relevancia geopolítica erigiéndose en interlocutor imprescindible entre Latinoamérica y Estados Unidos.
No se trata, intentan tranquilizar desde este extremo del continente, de colocar a los latinoamericanos en la disyuntiva de integrarse servilmente u oponerse temerariamente a su poderoso vecino, de ponerse de tapete o con Sansón, a las patadas, sino de establecer una nueva relación basada en la máxima juarista (¿o era kantista?) de que entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz.
