En los años 30, en el preludio de la Segunda Guerra mundial, Franklin D Roosevelt enterró el garrote de su pariente a fin de fomentar la cooperación amistosa entre estadounidenses y latinoamericanos a partir de un mayor respeto a nuestra soberanía (Política de Buena vecindad). Esto, por supuesto, no significaba que los gringos se desentendieran de su backyard: para que no nos crecieran malas yerbas anglófilas, francófilas o, God forbid!, germanófilas, desplegaron una campaña de dominio cultural que se materializó en programas radiofónicos como ¡Viva América! o en películas como ¡Saludos, amigos! (1942) o Los tres caballeros (1944), protagonizadas por un pato llamado Donald, a la sazón, sobrino de un rico empresario minero que había hecho fortuna en países subdesarrollados.
Durante la presidencia de Donald Trump, experimentamos una versión pasivo-agresiva de la Política de Buena vecindad. La apuesta trumpista por menos comercio, menos guerra y menos migración se tradujo en una menor intrusión estadounidense en los asuntos ajenos (America first!). El anaranjado era como ese vecino huraño con el cual solo intentas llevar la fiesta en paz; como su tocayo, se paseaba por la frontera pavoneándose, insultándonos, amenazando con imponernos aranceles para goce de sus seguidores. Su espectáculo intimidatorio, no obstante, terminó provocándonos más risa que miedo. Pato que grazna, dicen…
America-is-back Joe, al contrario, es un entrometido; anteriormente, por ejemplo, avaló los intentos de desestabilización de Honduras y de Venezuela, e impulsó el fallido Plan Colombia. Conocedor del antiguo arte hemingwayano de “acariciar al perrito hasta que se encuentra una buena piedra”, el nuevo líder del mundo libre se ha estrenado tendiéndonos una mano al tiempo que amenaza con meter la otra en nuestros asuntos, especialmente, en los relativos a la migración, a la seguridad o al combate a la corrupción y al narcotráfico. Tipo amabilísimo, nos ofrece un plato de galletas a la vez que nos pide por fa', que podemos nuestro césped. Psicópata, nunca deja de sonreírnos.
El muro –¡el puto muro, el símbolo perfecto del agravio!– vuelve a ser el elemento central de la relación bilateral: mientras Trump hizo de la seguridad fronteriza su cruzada personal, America-is-back Joe prefiere compartir tal responsabilidad con su contraparte mexicana de modo que esperará –exigirá– de nosotros un mayor esfuerzo para controlar a nuestros bad hombres. (Lo entendimos al revés, me parece: la muralla no servía para evitar que nosotros cruzáramos al otro lado sino para dificultarle al Tío Sam asomar su enjuto rostro en nuestro jardín).
Más allá del buen rollo de rigor, de la exposición obligada de buenas intenciones hecha estos días desde la oficina de un empresario que quién sabe qué pitos toca, anticipando fricciones con el nuevo inquilino de la Casa Blanca, Andrés Manuel López Obrador ha activado su discurso nacionalista urgiendo a mexicanos y estadounidenses a definir claramente las nuevas reglas del juego a fin de evitar, dice, “intromisiones indebidas”, “para no meternos nosotros en los asuntos de ellos ni ellos, en los de nosotros”.
Al final del día, ay, cambian las formas y los fondos, pero nada cambia:
Felices amigos,
siempre vamos juntos:
a donde va el primero
van siempre los otros.
