Cada cierto tiempo, el entusiasmo desenfrenado de los especuladores por los nuevos inventos genera burbujas tecnológicas que se hinchan vertiginosamente hasta ponchar feamente comprometiendo los sistemas financieros. La historia registra burbujas tan tempranas como la del Misisipi (1720), la de los canales (1793) o la de los ferrocarriles (1847). A finales de los 90, ocurrió la última de importancia, la de las empresas vinculadas a internet; entonces había la ilusión de que casi bastaba con añadir el sufijo ‘.com’ al nombre de tu compañía para asegurar enormes ganancias en el mercado. Cuando ponchó ―¡plop!― ocasionó una reacción en cadena que arrastró al mundo a una recesión económica que se prolongaría hasta bien entrados los 2000.
A menudo, tales burbujas ocurren en tiempos de crisis porque existe una tendencia natural a proteger el valor de nuestro dinero ―en japonés, la palabra ‘crisis’, kiki significa a la vez, ‘peligro y oportunidad’; por algo será―. Puestos a hacer ganancia del río revuelto de la crisis ocasionada por la pandemia de COVID-19, pues... Tomémonos unos segundos para reflexionar: si en esta hora crítica tuviéramos cash para invertir, ¿en qué lo haríamos?
Como a la mayoría de los inversores, seguramente nos seducirían las empresas del sector tecnológico que la han roto desde el primer confinamiento. Leo la opinión de un (pseudo)experto que analiza las opciones del mercado con la misma ligereza de quien estudia una carta astral, según la cual las acciones de estas empresas “pueden ofrecer un potencial alcista decente respaldado por sólidos fundamentos”. Es un consejo un tanto ambiguo, pero probablemente bastaría para convencer a un inversor novato para apostar su aguinaldo a alguna de éstas. Últimamente, las relacionadas con el almacenamiento de energía, la inteligencia artificial o la robótica son las más atractivas; de un tiempo a la fecha, el valor de las acciones de Amazon, Alphabet o Apple, o de otras consolidadas o emergentes similares se ha disparado.
La coyuntura actual ha resultado especialmente favorable para Tesla; en plena crisis, el mes pasado, la empresa del ‘esnifador’ de litio Elon Musk entró al muy selecto club de las empresas del billón de dólares. Cualquiera que tenga nociones económicas básicas, sin embargo, notará que en este caso en particular los números son insostenibles: no hay duda que los automóviles que salen de sus fábricas por montones serán los vehículos del futuro, pero la transición de los motores de combustión interna hacia los eléctricos no ocurrirá inmediatamente; no, porque el petróleo sigue siendo la mayor fuente de energía mundial y porque la adaptación de la infraestructura eléctrica, y la renovación del parque vehicular implicarán un esfuerzo hercúleo incluso para los países más desarrollados.
Yo que pasé de noche por las clases de Herzog, de Gutiérrez Barrón o de Palacios Palestino, en fin, no entiendo mucho de esas cosas, pero observando que al mismo tiempo que la economía mundial se ha ralentizado como nunca los mercados han alcanzado picos históricos impulsados por empresas tecnológicas, no puedo evitar pensar que se está inflando una burbuja ENORME. Confirmo mis sospechas con un dato duro que, según se mire, resulta alentador o escalofriante: el Dow Jones, el principal indicador bursátil, necesitó sólo medio año para recuperar los puntos que se dejó entre el 20 de febrero y el 7 de abril de 2020, cuando se combinaron el parón de China, la primera oleada del ‘bicho’ en Estados Unidos y en Europa, y la guerra de precios del petróleo entre Rusia y Arabia Saudita.
Al parecer, pues, ante la incertidumbre actual, los inversores se han refugiado en un sector que promete altísimos, pero poco realistas, rendimientos. Craso error, pues, pensar que el valor de empresas como Tesla seguirá aumentando ad infinitum; tarde o temprano, las mejores proyecciones se estrellarán estrepitosamente contra el parqué del trade floor de la NYSE.
